Is friendship possible? (Partes II y II)


Comparto la traducción de las partes II y III del texto de la última conferencia de nuestro autor.

II

Cabe comenzar desde un nuevo punto de partida preguntando qué es lo que necesitamos de cada uno de los otros como agentes humanos, es decir, no como agentes que desempeñan determinados roles particulares. Esto depende de nuestro ser el tipo de animal que somos, animales racionales que, a la vez, comparten una capacidad para distinguir lo verdadero de lo falso y una necesidad de juzgar verdaderamente; una necesidad de tener mentes informadas por una conciencia y una comprensión de cómo las cosas, de hecho, son; se trata de una capacidad que no es poseída por animales de otras especies, no importa cuán talentosas sean. En la medida en que nuestras mentes no están así informadas, nosotros estaremos inclinados a extraviarnos en una variedad de modos, a ser víctimas de la ignorancia, el error, la decepción y la auto-decepción. Así, comenzamos a ser incapaces de florecer. Tomaremos malas decisiones, ya que solo podemos evitar tomar una mala decisión deliberando en compañía de cierto tipo de otros… tales otros tienen que ser investigadores perceptivos en aquellas materias con las que ellos y nosotros estamos ocupados en la vida diaria. Tales otros no solo son escrupulosamente veraces, ellos se preocupan suficientemente de nosotros y de nuestro florecimientos como seres humanos a la vez que nos insisten en que lleguemos a ser veraces, de modo que con su ayuda podríamos llegar a ser capaces de corregir nuestros errores y liberarnos a nosotros mismos de nuestras ilusiones. Cada uno de nosotros necesita tales otros, si queremos ser capaces de deliberar bien y hacer buenas elecciones. Cada uno de nosotros necesita a tales otros, si aspiramos a obtener el tipo de autoconocimiento que nosotros necesitamos.
Cuando somos niños y adolescentes, esas necesidades son satisfechas por nuestros padres, por otros miembros mayores de la familia, y por nuestros maestros. Y, por supuesto, los malos padres y los malos maestros son ellos mismos fuentes frecuentes de error e ilusión. Pero, ¿qué sucede después en nuestras vidas? Desde la adolescencia en adelante, los buenos amigos comienzan a ser indispensables. Nótese ahora que, aunque los amigos en realidad proveen a cada uno lo que cada uno necesita, la amistad no es algo para ser pensado en términos de reciprocidad, o de un intercambio de servicios, en los cuales cada uno se muestra providente con los otros solo porque, o principalmente porque, esos otros se muestran providentes hacia ellos. La amistad no descansa sobre un cálculo de costes y beneficios. Existen, por supuesto, tipos de relaciones que tienen que ser caracterizadas de ese modo, amistades, como Aristóteles podría haber dicho, de utilidad mutua. Pero aquellas no son amistades, de acuerdo a como yo ahora las estoy identificando. Ya que, lo que importa acerca de la amistad, como ahora la estoy caracterizando, es que cada amigo cuida genuinamente a la vez del otro, y del bien del otro, y encuentra en ese cuidado una razón suficiente para actuar como lo hace. Tales amigos, por lo tanto, se preocupan no solo de que el otro sea rescatado del error y la ilusión, sino también, más particularmente, de que el otro aprenda a reconocer aquellos errores e ilusiones hacia los cuales es particularmente susceptible de ser víctima. Nótese ahora una quizá inesperada condición para que eso sea posible.
Tales amigos, si funcionan bien como ese tipo de amigos, deben disfrutar cada uno de la compañía de los otros y deben aun disfrutar dedicándose a cuestiones relacionadas con la verdad y la falsedad. Nosotros podemos, es importante notarlo, disfrutar a nuestros amigos aun cuando los encontremos irritantes. Porque de otra manera, tales amistades podrían ser a menudo también una tarea pesada, relaciones quizá necesarias pero no deseadas. Así, aunque el placer obtenido en ellas no puede ser, por sí mismo, solo el motivo para comprometerse en ellas, la amistad debe ser contada entre los aspectos más agradables de la vida. Utilidad, placer, y virtud, todo ello encuentra un lugar en tales amistades, y es crucial que las relaciones entre estos tres elementos deban ser de un cierto tipo, más especialmente el respeto compartido por la veracidad que está en el corazón de tales amistades, no debe ser socavado por momentos cuando la utilidad o el placer podrían ser atendidos, si uno o ambos de los amigos llegaran a ser falsos, cediendo a las tentaciones de la mentira útil o la mentira agradable, tipos de tentaciones que, después de todo son endémicas en nuestra cultura, donde la habilidad para contar una mentira útil o una mentira agradable es a menudo contabilizada como una virtud.
He estado describiendo como sienten, piensan y actúan los buenos amigos en sus intercambios cotidianos. Pero ellos, en sí mismos, solo raramente y más probablemente nunca, pensarán sobre su relación en el modo en que  yo lo estoy haciendo. Ellos son sensibles entre sí y con aquello que les importa y esa responsabilidad tiene que ser en ciertos modos irreflexiva. Es bueno para nosotros tener amigos, pero no es bueno para nosotros tener amigos solo porque hemos argumentado hacia la conclusión de que es bueno para nosotros tener amigos y es peor aún tener amigos solo porque algunas teorías nos dicen que es bueno para nosotros tener amigos. Estoy tentado, por un momento, de albergar el pensamiento de que quizá existen, por un lado, aquellos que tienen, y son, buenos amigos, y que hay, por otro lado, aquellos que van a conferencias sobre la amistad y leen artículos sobre la amistad. Pero resistiré esa tentación.

III

Si los argumentos planteados en la primera parte de este documento tienen alguna sustancia, las amistades dignas de ese nombre deberían ser muy pocas y muy distantes entre sí, especialmente en las sociedades modernas. Si los argumentos planteados en la segunda parte tienen alguna sustancia, entonces nuestra situación como agentes sin amigos sería casi intolerable, mucho pero de lo que de hecho es. Entonces, ¿cómo podemos hacer justicia a ambos conjuntos de argumentos y también a nuestras experiencias de amistad? Tenemos que comenzar reconsiderando la condición humana de un modo más general, y lo haré de ese modo al identificar algunas diferencias claves entre la concepción del Aquinate de cómo somos los seres humanos con la concepción de Aristóteles, sobre la cual Santo Tomás se movió tan libremente. En todo caso, existen tres diferencias que son clave. La primera es el contraste entre, por un lado, el reconocimiento que hace Santo Tomás del amplio rango de modos  y grado en los cuales los agentes humanos de todo tipo y clase tienen éxito o fracasan desarrollar y ejercitar las virtudes y se dirigen a sí mismo hacia su fin último y, por otro lado, la insistencia de Aristóteles en la incapacidad de la mayoría de la humanidad –mujeres, aquellos que no son griegos, trabajadores manuales, esclavos (eso es, esencialmente, tu y yo)- para ejemplificar la vida virtuosa. Los prejuicios de Aristóteles están, por supuesto, en desacuerdo con su pretensión filosófica de haber identificado el telos humano como tal y la virtud humana como tal. Al ignorar silenciosamente esos prejuicios, el Aquinate lo rescató de una evidente inconsistencia, haciéndolo bastante más sencillo para aquellos de nosotros que son mujeres, que nos son griegos, que son trabajadores manuales, o que son los descendientes de los esclavos para juzgar las aseveraciones filosóficas de Aristóteles acerca del telos humano y las virtudes en sus propios méritos.
En segundo lugar, el Aquinate presta significativamente mayor atención a la condición de aquellos que no son completamente virtuosos. Mientras que Aristóteles y Santo Tomás están de acuerdo en que nadie puede tener la virtud de la phronesis, prudencia, sin tener las otras virtudes morales (EN VI, 1144b32-1145a2), para Santo Tomás es claro que los individuos pueden variar, y lo hacen, en las virtudes que poseen y en el grado en el que ellos las poseen: “Si nosotros consideramos la virtud desde la perspectiva del sujeto que participa en ella, entonces ella puede ser mayor o menor, ya sea en momentos diferentes in la misma persona o en personas diferentes”  S.T. Ia-IIae 66,1). Así emerge un retrato más reconocible de la humanidad (“Y algunas veces me pregunto a cuántas personas conoció en realidad Aristóteles”), uno en el cual la educación moral se ha convertido en el trabajo de toda una vida y el fracaso moral en este o aquel aspecto es una característica recurrente y distintiva de nuestras vidas. Importa, por supuesto, que el Aquinate escribe como un teólogo cristiano y, por lo tanto, como alguien para quien la pecaminosidad es una de los hechos clave acerca de los seres humanos. Pero como filósofo su caracterización de la condición humana es informada por una comprensión de aquellos mismos extravíos del deseo y la voluntad, los cuales como teólogo él los trata como debidos al pecado.  
El Aquinate distingue entre lo que él denomina virtudes perfectas y lo que llama virtudes imperfectas; estas última son inclinaciones que felizmente coinciden en algún modo o en algún grado con los requerimientos de alguna virtud. Algunos de nosotros tenemos en determinadas ocasiones una inclinación natural a actuar como lo requiere alguna virtud particular. Nosotros estamos, por temperamento, dispuestos a ser valientes o, también, generosos, o quizá bondadosos. No necesitamos ser educados y disciplinados en orden a actuar –en algunas ocasiones- como actúa una persona valiente, generosa o buena. Pero, solo porque eso es así, no somos ciertamente virtuosos. En situaciones difíciles, nos faltará la disciplina para actuar como la virtud requiere. Cuando actuamos de este modo, es bueno que así lo hagamos, y nuestras inclinaciones naturales puede ser un buen punto de partida para nuestra educación moral, pero las acciones resultantes de ello no son signos de nuestra bondad, de nuestra orientación hacia el fin último. Al hacer esta distinción entre las virtudes perfectas e imperfectas, Santo Tomás estuvo desarrollando la distinción aristotélica entre la moral y las virtudes naturales. Pero luego lo utilizó de un modo que Aristóteles nunca había previsto, como cuando presentó una triple descripción de las virtudes en las Quaestio disputata de virtutibus cardinalibus.
Esta descripción da expresión a una tercera diferencia clave con Aristóteles. El Aquinate encuentra que es imposible caracterizar, y mucho menos explicar, los diferentes modos y grados en los cuales las virtudes morales son desarrolladas y ejercitadas sin encontrar aplicación para el concepto de caridad, un concepto que, como era de esperar, no encuentra lugar en el pensamiento de Aristóteles. Como pensador aristotélico, el Aquinate reconoce que los agentes humanos, por naturaleza y hábito, emprendemos una variedad de actividades y obtenemos un conjunto de bienes antes e independientemente de cualquier don de la Gracia. Así, dice el Aquinate, los agentes humanos son por naturaleza “capaces de obrar de un modo que les conduzca a unos determinados bienes que les son connaturales, tal como trabajar en los campos, comer, beber, o hacer amigos, y otras cosas semejantes” ( S.T. I-IIae 109, 5, resp.). Hasta qué punto ellos obtengan los bienes relevantes dependerá de la medida en que ellos han adquirido las virtudes pertinentes, y es aquí donde el Aquinate, en las Quaestio disputata de virtutibus cardinalibus, distinguió tres grados, tres niveles de consecución, en el desarrollo y ejercicio de las virtudes.
En el primer nivel, los agentes parecen exhibir, al menos en parte, una o más virtudes en sus acciones, pero eso solo porque, o bien, sus inclinaciones naturales se muestran en tales acciones, o porque han desarrollado los hábitos pertinentes, aunque solo de un modo parcial y limitado. No existe sentido de unidad en sus vidas morales, porque no se dirigen hacia un único fin, y mucho menos se da un fin último hacia cuya obtención sus acciones están dirigidas. El contraste se da con los agentes del segundo nivel, cuyas acciones exhiben, aunque con grados que varían, no solo las virtudes cardinales, justicia, templanza, y valentía, sino también la prudencia –la phronesis aristotélica- como virtud unificadora. Los agentes necesitan la prudencia para juzgar adecuadamente lo que las virtudes requieren en ocasiones particulares y para dirigirse hacia el fin último que es suyo en razón de su naturaleza específica. Ser prudente es razonar como lo exige la razón práctica. Y uno no puede ser prudente sin tener las otras virtudes morales, precisamente como uno no puede tener las otras virtudes morales sin ser prudente. Con todo, el fin hacia el cual los agentes son dirigidos por la prudencia es su fin natural y no sin fin último, que es Dios. Pero los agentes no pueden ser dirigidos hacia Dios como fin último, a menos que sus acciones estén informadas por la caridad. Así existe un tercer tipo de vida virtuosa. 
Es aquel en el cual los agentes están inclinados hacia todas las virtudes simplemente porque sus acciones son expresión no solo de la naturaleza y el hábito, sino también de la gracia y la de caridad. Las acciones de sus vidas diarias están dirigidas hacia un fin más allá de aquél hacia el cual los dirige la prudencia. Pero ahora es importante destacar tres cosas. La primera es que tales agentes actuarán, en muchas situaciones, como actúa un agente prudente. Sus vidas serán, la mayor parte del tiempo, o casi siempre, indiferenciables de aquellos otros agentes simplemente justos, templados y valientes. Con todo, en segundo término, que sus acciones estén informadas por la caridad solo es posible a causa de un don sobrenatural de la gracia. Ellos no tienen este don para actuar como lo hacen dentro de ellos solo a causa de su aptitud natural o entrenamiento. Y, en tercer lugar, este particular don de la gracia no se restringe a los creyentes o cristianos bautizados, incluso muchos de tales cristianos evidentemente carecen de esas virtudes en las cuales el don encuentra su expresión.
Si el Aquinate está en lo cierto, entonces existe algo de crucial importancia que ha desaparecido de la descripción aristotélica de la vida moral, e incluso de las descripciones propuestas por la mayor parte de los filósofos morales antes y después de él. Pues, si Santo Tomás está en lo cierto, hay entonces muchos agentes cuyo ejercicio de las virtudes no puede ser solamente descripto por lo que conocemos acerca del desarrollo de sus hábitos y el ejercicio de sus capacidades naturales. Ellos actúan en modos en los que un agente humano no podría ser esperado que actúe. Ellos actúan mejor de lo que cualquier agente humano podría razonablemente actuar. ¿Esto significa que estamos obligados, con el Aquinate, a dar una descripción teológica de sus acciones? No totalmente. Un distinguido filósofo analítico, un colega y amigo, una vez me dijo: “No tengo en absoluto creencias religiosas. Pero creo en la gracia”. Aquello que él nombró al utilizar la palabra ‘gracia’ en ese modo secular fue solo ese aspecto de la vida moral que he estado identificando: aquellas ocasiones en las cuales los agentes actúan con un cuidado de la justicia o la generosidad o la valentía que va más allá de cualquier cosa que pueda ser considerada como perteneciente a su naturaleza o educación. Para aquellos que se benefician de esa justicia o coraje o generosidad y de hecho también para los mismos agentes, lo que ellos son y hacen en tales ocasiones es un don, algo para lo cual podría parecer apropiado sentir y expresar gratitud, aun cuando no les resulte de ningún modo claro hacia quien tienen que estar agradecidos.
Lo que ahora quiero sugerir es que las buenas amistades están entre esos aspectos de la vida moral que he estado identificando como regalos. Con esto no quiero implicar que la formación previa de aquellos que llegaron a ser buenos amigos con otras personas no sea importante. Generalmente importa mucho si las personas están o no preparadas para la amistad, si aprovechan o no la oportunidad de la amistad. Sin embargo, siempre hay algo más para las amistades buenas que aquello que cada uno de los amigos lleva a la relación y es precisamente eso que inclina a cada miembro de la relación tanto hacia el bien de su amigo como a su propio bien.
Presentaré esto de otro modo: nosotros nunca merecemos tener buenos amigos. Las amistades no son premios otorgados a causa del merecimiento. Podemos, por supuesto, destruir una amistad actuando malamente hacia un amigo y entonces mereceremos en efecto el fracaso de esa amistad. Pero el bien de la amistad se encuentra más allá del merecimiento y del cálculo. Por lo tanto, se cuenta entre aquellos que puede ser caracterizado como dones auténticos. Uso aquí la palabra ‘auténtico’ para distinguirlo del tipo de regalo del que se habla cuando nos referimos a aquello que es dado y recibido por los miembros de una red de donantes y receptores, cada uno de los cuales calcula que, si se da algo de tal o cual valor, entonces esperará recibir algo de, al menos, igual valor. Pero lo que resulta de tal cálculo es muy diferente de la amistad, incluso de aquellas relaciones sustentadas por la mutua utilidad que Aristóteles caracteriza como un tipo de amistad.

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