La crítica de MacIntyre a la Universidad Contemporánea

Comparto el último capítulo del libro Dios, filosofía, universidades (Nuevo Inicio 2012). Es un excelente fragmento para introducirse en las convicciones fundamentales de nuestro filósofo. Pretende también ser un homenaje a su persona y su trayectoria. Ayer MacIntyre cumplió 90 años y es, seguramente, el filósofo católico más importante de este tiempo.... 



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Ahora: Universidades, filosofía, Dios

Comencemos por el medio en el que trabajan generalmente los filósofos académicos contemporáneos, el de la universidad investigadora. La moderna universidad investigadora ha tenido un éxito notable, al menos en tres aspectos. El primero es — como cabía esperar — la investigación: en topología y teoría de números, en física de partículas y cosmología, en bioquímica y neurofisiología, en arqueología e historia y en muchas otras áreas — la lista de descubrimientos y avances es extraordinaria casi todos los años. El éxito en la investigación es un efecto del éxito en la producción de investigadores, de indagadores estricta e intensamente centrados en la resolución de problemas bien definidos, que se basan en el conocimiento en gran profundidad de una limitada área particular de investigación. Sin embargo, las direcciones que toma la investigación no son dictadas en general por los investigadores, sino por los que aportan su financiación — y lo que se financia depende de una diversidad de intereses intelectuales, económicos y políticos.
El segundo aspecto del éxito de la universidad investigadora no es ajeno al primero. Las universidades investigadoras ofrecen, por medio de sus variadas empresas de posgraduados, los recursos humanos especializados y profesionalizados y las técnicas que hacen falta en una sociedad capitalista avanzada, no sólo científicos investigadores especializados y profesionalizados, sino también médicos, economistas, abogados, administradores de empresas, ingenieros y expertos en relaciones públicas y publicidad. La educación universitaria a nivel de grado se ha convertido ahora, en gran medida, en un prólogo a la especialización y a la profesionalización, y el prestigio en la educación universitaria a este nivel se asocia en su mayor parte a aquellas instituciones que preparan a los estudiantes del modo más eficaz para su admisión en prestigiosos programas de posgrado. Así, los currículos se han ido convirtiendo progresivamente en un variado cajón de sastre de disciplinas y subdisciplinas, cada una de ellas cultivada y enseñada con relativa independencia de todas las demás, y el máximo logro dentro de cada una consiste en la formación de la mente de un especialista de gran dedicación.
El tercer aspecto en el que las universidades investigadoras tienen un éxito notable está también relacionado con los dos primeros. Estas universidades han ido haciéndose cada vez más ricas y, al mismo tiempo, cada vez más caras. Se han hecho más ricas porque atraen financiación y dotaciones masivas de gobiernos, de grandes empresas y de particulares debido al lugar que ocupan tanto en el orden económico global como en las vidas de los estudiantes empeñados en adquirir en ellas aquellas cualidades y cualificaciones que les den más probabilidades de conseguir un éxito excepcional. Se han hecho más caras porque cobran todo lo que paga el mercado. Las universidades investigadoras de principios del siglo XXI son negocios maravillosamente florecientes, que además están subvencionados con exenciones fiscales y que hacen gala de todas las ambiciones y la codicia de las grandes empresas.
Lo que se va perdiendo en estas universidades, y lo que las diferencia significativamente de muchas de sus predecesoras, son dos cosas: en primer lugar, el enfoque global y el interés por la investigación de las relaciones entre las distintas disciplinas y, en segundo lugar, la concepción de dichas disciplinas como contribuyentes a una sola empresa común, una empresa cuyo objetivo principal no es el crecimiento de la economía ni el progreso profesional de sus estudiantes, sino más bien el logro, entre profesores y estudiantes, de cierto tipo de conocimiento común. Las universidades se han convertido, tal vez irremediablemente, en instituciones fragmentadas y divididas, a las que cuadra mejor el nombre de “ multiversidades”, como sugirió Clark Kerr hace casi cincuenta años. Ya dije de Tomás de Aquino, e igualmente podría haberlo dicho de Newman, que su concepción de la universidad estaba informada por su concepción del universo. En cambio, la concepción de la universidad que presuponen y encarnan las formas institucionales y las actividades de las universidades investigadoras contemporáneas no sólo no tiene mucho que ver con ninguna concepción particular del universo, sino que sugiere firmemente que no existe tal cosa como un universo, ninguna totalidad de la cual serían partes o aspectos todos los temas que estudian las distintas disciplinas, sino que en su lugar sólo existe un conjunto múltiple de temas variados.
Por lo tanto, la universidad investigadora contemporánea es, en general, un sitio en el que ciertas preguntas se quedan sin plantear o, más bien, si acaban planteándose, sólo las plantearán ciertos individuos y en circunstancias tales que sólo puedan escucharlos tan pocos como sea posible. Sin embargo, algunas de esas preguntas surgirían sólo con una mínima reflexión sobre las actividades de las personas que trabajan dentro de los límites de las disciplinas de las que está plagada la investigación oficialmente reconocida en las universidades. Consideremos la variedad de cosas que se dicen acerca de los seres humanos desde el punto de vista de cada una de las principales disciplinas.
Desde el punto de vista de la física, los seres humanos estamos compuestos de partículas elementales que interactúan de acuerdo con las generalizaciones probabilistas de la mecánica cuántica. Desde el punto de vista de la química, se dice que somos lugares donde se realizan interacciones químicas, ensamblajes de elementos y compuestos. Desde el de la biología, somos organismos multicelulares pertenecientes a una especie, cada uno de los cuales tiene su propio pasado evolutivo. Desde el de los historiadores, sólo somos inteligibles como resultado final de largas narraciones de transformaciones sociales y económicas. Desde el punto de vista de los economistas, somos seres que toman decisiones buscando una maximización racional de los beneficios. Desde el de la psicología y la sociología, damos forma y somos conformados por nuestras percepciones, nuestras emociones y nuestros roles sociales e institucionales. Y desde el de los estudiantes de literatura y arte, donde se manifiestan las principales características de los seres humanos es en el ejercicio de nuestras diversas facultades imaginativas. Pero ¿cómo se relacionan entre sí todas esas cosas? ¿En qué consiste la unidad de un ser humano? ¿Cómo deberían contribuir los hallazgos de cada una de esas disciplinas a nuestra comprensión de nosotros mismos y de nuestro lugar en la naturaleza?
En el pasado, le solía corresponder a la filosofía la tarea de formular y reformular esas preguntas, de responder a ellas y de rehacer esas respuestas, Al asignarle esa tarea a la filosofía, se suponía que los profesionales de cada una de las demás disciplinas sólo serían capaces de comprender el significado pleno de lo que hacían y de lo que descubrían una vez que lograran, y a menos que la lograran, una comprensión filosófica de su propia disciplina y de su relación con las demás. El punto de vista peculiar de ios filósofos teístas, ya fueran católicos, judíos o musulmanes, era que los filósofos serían incapaces de llevar a cabo esta tarea a menos que reconocieran que las otras disciplinas — y la misma filosofía — sólo pueden ser entendidas adecuadamente en su relación con la teología, y ello por dos razones. En primer lugar, la unidad e inteligibilidad del universo sólo pueden ser adecuadamente comprendidas a través de las relaciones de sus diferentes partes y aspectos con Dios. En segundo lugar, porque la unidad del ser humano y la naturaleza de los seres humanos requieren también de una perspectiva teísta para su plena comprensión.
Sin embargo, en la universidad investigadora moderna ni la filosofía ni la teología encuentran un lugar adecuado. La teología ha sido expulsada casi por completo de la universidad investigadora. La filosofía ha sido marginada de dos maneras. En primer lugar, en el mejor de los casos, se la considera como una disciplina más entre las otras, una disciplina que no tiene más derecho que las demás a reclamar la atención de los estudiantes y de sus profesores. En la medida en que produce estudiantes bien preparados para sus ulteriores carreras, se valora como cualquier otra de las demás disciplinas, Pero la idea de que los seres humanos necesitan la filosofía, de que la filosofía se articula con el fin de responder a preguntas que son cruciales para que el hombre llegue a su plenitud y se dirija a la búsqueda de esas respuestas, esa idea es totalmente ajena al espíritu de la universidad investigadora. Y ésa no es la única manera en que la filosofía queda marginada.
Una de las características de la profesionalización y de la especialización de las disciplinas es que los profesionales de cada una de ellas se preocupan de comunicarse sólo con aquellos que se mueven dentro de su misma disciplina, en lugar de hacerlo con los que están fuera. De hecho, la mayor parte de las veces, sólo con aquellos que ya están trabajando en el detalle de los mismos problemas en los que ellos mismos están trabajando en el momento. Así, su modo de escribir no sólo presupone una pericia común y cierta familiaridad con cierto vocabulario semitécnico, sino también un buen dominio de la literatura profesional relevante –de modo característico, para cada problema filosófico particular, una literatura extensa y creciente que sólo tiene unos pocos lectores— y, por esa razón, a menudo tienen bastante éxito a la hora de ocultar precisamente lo que podría dar a sus explicaciones una importancia más general. Consiguen excluir de la discusión a todos, excepto a sus colegas. Tales filósofos contribuyen sin querer a presentar la filosofía ante un público de no especialistas no sólo como algo difícil — que lo es —, sino también como algo inaccesible — lo cual no tiene por qué ser así.
Por lo tanto, ahora, una de las tareas dé los filósofos católicos tiene que ser, siguiendo el mandato de Juan Pablo II en la Fides et ratio, la de hacer filosofía de tal manera que queden abordadas las preocupaciones humanas más profundas, sin sacrificar el rigor o la profundidad. La necesidad de hacerlo aumenta si hacemos otra consideración. En la mayor parte de los temas primordiales que abordan los filósofos académicos contemporáneos — y no supone mucha diferencia que sus maestros filosóficos fueran Wittgenstein, Quine y Davidson o Husserl, Heidegger y Derrida —, hay en la actualidad dos o más puntos de vista rivales que compiten entre sí y que sirven de expresión a profundas discrepancias. En casi ninguno de esos casos hay signos de futura resolución de tales discrepancias. Cada bando en contienda propone sus propios argumentos, presenta su propia manera de entender los conceptos pertinentes y responde a las críticas y objeciones de un modo que satisface sus criterios, pero sin dar a los que están en desacuerdo nada parecido a una razón suficiente que los convenza de abandonar sus propias posiciones.
No es que tales discusiones no hagan, de cuando en cuando, progresos significativos. La formulación de cada punto de vísta se va haciendo más sutil y sofisticada, a veces más perspicaz. Y, por esa misma razón, a veces queda más claro qué condiciones tendría que satisfacer, en este ámbito particular, un punto de vista cualquiera para que mereciera la pena ser tenido en cuenta, lo cual es ya es un verdadero logro, Pero, incluso así, es probable que unos observadores externos, ansiosos por saber cuál de los puntos de vista rivales es el verdadero, o al menos el que tiene más visos de racionalidad, terminaran por concluir que lo que determina por qué los filósofos consideran más convincente un conjunto de razones en particular, en lugar de otro, es algo distinto de los mismos análisis y argumentos filosóficos. Al parecer, dichos filósofos deben de estar haciendo uso de un conjunto de convicciones prefilosóficas que son las que, en última instancia, predeterminan sus conclusiones filosóficas. Por supuesto, al sugerir esto, estoy aplicándole a la situación actual de la filosofía las observaciones que les hizo Nietzsche a los filósofos predominantes de los siglos xviii y xix. Vale la pena señalar que, en general, los filósofos académicos siguen encontrando demasiado fácil hacer caso omiso de las observaciones de Nietzsche.
Para los filósofos católicos, es ineludible, por supuesto, una aguda conciencia de las relaciones entre sus convicciones prefilosóficas, es decir, entre su compromiso con las verdades reveladas de la fe católica, y sus investigaciones filosóficas. Pues su misma fe católica les exige tener buenas razones para asentir a ciertas verdades acerca de la existencia y de la naturaleza de Dios y a ciertas verdades sobre la ley natural. Por lo tanto, les exige responder a la afirmación de Nietzsche de que el uso que hacen de la argumentación filosófica y de las conclusiones a las que llegan por medio de ella no son más que máscaras que esconden una resentida voluntad de poder y expresiones no reconocidas de la misma. Para dar esa respuesta, necesitan presentar, por una parte, una explicación de sus argumentos y conclusiones filosóficos que garantice que tienen razones lo suficientemente buenas como para proponer tales argumentos y defender tales conclusiones y, por otra parte, una justificación de que poseen una especie de conocimiento de sí mismos que les permite distinguir entre creencias y compromisos que no harían suyos de no tener razones suficientemente buenas, y creencias y compromisos que hacen suyos sólo a causa de alguna motivación irracional. ¿Acerca de qué deben presentar esa explicación?
La respuesta es: acerca de lo que significa ser un ser humano. Enseguida queda claro que lo que hace un momento distinguí como dos tareas a realizar por el filósofo católico no son más que aspectos de una misma tarea, ya que cualquier explicación adecuada de lo que significa ser un ser humano también aclarará cómo y por qué son capaces los seres humanos de ese conocimiento de sí mismos. Una explicación de ese tipo tendrá que integrar lo que podemos aprender sobre la naturaleza y la constitución de los seres humanos tanto de físicos, químicos y biólogos como de historiadores, economistas y sociólogos con el tipo de comprensión de los seres humanos a la que sólo tiene acceso la teología. ¿Qué forma podría adoptar tal explicación?
Tendría que presentar a los seres humanos — y no sólo a los filósofos — como seres dedicados precisamente a tratar de dar ese tipo de explicación acerca de sí mismos, a tratar de entender qué hacen cuando tratan de conseguir ese entendimiento, una especie de entendimiento que les permitirá discernir aquello a lo que vale la pena dar una gran importancia de aquello que importa muchos menos, y ambas cosas de aquello de lo que no vale la pena preocuparse en absoluto. Así pues, hay una relación crucial entre metafísica y ética. Pues sólo en la medida en que comprendamos que el universo, incluidos nosotros mismos, depende de Dios para su existencia, seremos también capaces de comprendernos a nosotros mismos como seres orientados hacia Dios y de comprender qué cosas nos exige esa orientación que consideremos importantes. Los recursos filosóficos que tenemos para construir dicha explicación son los recursos que nos proporciona la historia de la tradición filosófica católica, es decir, que dicha explicación tendría que emerger de los diálogos internos de esa tradición, de esos debates y desacuerdos que, dentro de esa tradición, como hemos aprendido en la Fides et ratio, son constitutivos de la misma.
En su comprensión global de la verdad y de nuestra relación con Dios como causa primera y última, sería una explicación tomista, pero también sería necesario que al descender al detalle integrara temas tales como los límites del conocimiento científico, la relación cuerpo-alma-mente, la adquisición del conocimiento de sí mismo y la superación del autoengaño y las dimensiones sociales de la actividad y la investigación humanas, intuiciones, análisis y argumentos tomados de pensadores católicos tan diversos como Anselmo y Escoto, Suárez y Pascal, Stein y Marcel y Anscombe, así como de pensadores no católicos fundamentales como Kierkegaard, Husserl y Wittgenstein. La teología que presupondría sería agustiniana, precisamente porque ésa es la teología que ha presupuesto, en general, toda la tradición filosófica católica.
Para que esa explicación pudiera llevar a término sus objetivos filosóficos, tendría que enfrentarse y superar más de un tipo de dificultades. Tendría que capacitar a los filósofos católicos para entrar en diálogo con los puntos de vista de toda la gama de posiciones filosóficas contemporáneas más importantes, que son incompatibles y antagónicas con la fe católica, incluidos todo el abanico de distintas versiones del naturalismo, reduccionistas y no reduccionistas, los rechazos románticos de la mitología presupuesta por la fe católica, heideggerianos y post- heideggerianos, las reelaboraciones pragmatistas y los rechazos posmodernos de la verdad, y el neokantismo que tan a menudo se da por sentado, en una versión disecada y adelgazada, y que tan de moda está en la filosofía contemporánea. Tener que vérselas con todos ellos ahora es parte del precio que tiene que pagar el pensamiento católico por haber estado ausente de la escena filosófica durante aquellos periodos en que estos modos de pensamiento secularizados se desarrollaron por vez primera.
En cada caso, hay que identificar qué se ve obligado a omitir o a distorsionar o a banalizar o a ocultar tal o cual punto de vista filosófico particular acerca del ser humano. En cada caso, esa omisión, distorsión, banalización u ocultación estará estrechamente relacionada con una excesiva insistencia en algunas intuiciones auténticas, en algún conjunto de verdades, insistencia que habrá parecido exigir una deficiente comprensión de la naturaleza humana. Así, según algún tipo de posiciones, se le habrá dado demasiada importancia al punto de vista de las ciencias naturales sobre los seres humanos; según otras, demasiado poca. Según algunas, las posibilidades de la indagación metafísica se habrán exagerado; según otras, subestimado. Y así sucesivamente. Pero, en cada uno de esos casos, el error habrá surgido de alguna incapacidad, o de algún rechazo, a la hora de comprender a los seres humanos como seres, que se dirigen hacia Dios, tanto en sus indagaciones prácticas como en las teóricas. Sin embargo, todas estas afirmaciones encontrarán, con seguridad, objeciones y réplicas.
Pues debe parecer que lo que he propuesto es un programa de trabajo filosófico absurdamente ambicioso. No obstante, éste es el momento en que precisamente hace falta un programa de trabajo como ése, adonde nos ha llevado la historia de la tradición filosófica católica. El futuro de esa tradición depende de que pueda ser diseñado y aplicado adecuadamente algún programa de este tipo, y de hasta qué punto lo sea, y esto a pesar de que las perspectivas de éxito parezcan poco prometedoras por motivos muy diferentes. Porque lo que se requiere de nosotros es diálogo y debate, tanto dentro de la tradición como entre los protagonistas de la tradición y aquellos con quienes estamos en desacuerdo filosófico; a lo que nos hemos comprometido es a una amplia empresa cooperativa. Debido a la función integra- dora de la filosofía en la tradición católica y debido a la forma en que la filosofía tiene que desvelar e iluminar las relaciones entre la teología y toda la gama de las disciplinas seculares, la investigación filosófica no puede llevarse a cabo al margen de la investigación en otras disciplinas. Por ambas razones, sus proyectos requieren el marco de una universidad. Pero las estructuras de la universidad investigadora contemporánea son, como fiemos visto, profundamente hostiles a este tipo de proyectos. Así que cualquier universidad católica que quisiera llevar a cabo con éxito un proyecto de este tipo, habría de tener estructuras y objetivos muy diferentes a los de las grandes universidades investigadoras seculares, y no sólo a causa del lugar central que habría de otorgarle al estudio de la teología. Tanto sus estudios de grado como los de posgrado, especialmente en filosofía, pero también en general, habrían de ser muy diferentes.

A pesar de todo, lo que nos encontramos de hecho es que las universidades católicas más prestigiosas imitan con frecuencia las estructuras y los objetivos de las universidades seculares de mayor prestigio, y lo hacen con poca conciencia del grave error que cometen. En la medida en que esto siga siendo así, las expectativas institucionales para la futura historia de la tradición filosófica católica no son alentadoras, sin hablar de lo sobrecogedor de sus necesidades y ambiciones intelectuales. Sin embargo, un momento de reflexión sobre la historia pasada de dicha tradición basta para recordarnos que rara vez, o nunca, ocurrió de otro modo — no para Anselmo o Abelardo, no para Aquino, no para Vitoria y Suárez y ciertamente no para Newman. Agustín siempre estará ahí para recordarnos cómo la finitud y el pecado aparecen en la fragilidad de todos nuestros proyectos, incluido éste. Al igual que ellos, podemos encontrar aliento pensando que, tanto en la vida intelectual como en otros asuntos, siempre se puede albergar más esperanza de la que razonablemente cabe esperar.

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 Conferencia sobre MacIntyre impartida en el Centro de Estudios Educativos "Rigans Montes":