Anemia contemplativa: un diagnóstico de nuestro tiempo

Comparto la comunicación que escribí para un Congreso del que participaré en Palma de Mayorca. Se trata de una reflexión de carácter filosófico y teológico realizada en el espíritu del pensar macintyreano


Anemia contemplativa: un diagnóstico de nuestro tiempo

a) Introducción: los filósofos académicos y una metanioa urgente:

Detenerse a escribir sobre el binomio acción-contemplación puede resultar paradójico en estos tiempos; ¿no tenemos acaso demasiadas cosas que a las que atender? Y esto ha invadido incluso al propio quehacer del actual filósofo académico. En un tiempo en que la filosofía se encuentra cada vez más al margen de los intereses predominantes, pues vivimos bajo el imperio de lo útil, los filósofos profesionales deben ser ellos mismos también productores: clases, artículos científicos, conferencias, curso de capacitación, capítulos de libros, etc. Además, en muchas ocasiones, toda esta actividad se realiza a causa de la obligación de tener que engrosar un CV que nos posibilite no ser excluidos de los pocos ámbitos universitarios en los que aún queda espacio para la filosofía. Como dice MacIntyre al comenzar su último libro, los filósofos «profesionales ha sido atosigados por el sistema académico durante los últimos cincuenta años para que publicasen más y más como requisito para la supervivencia académica» (MacIntyre 2017:13-14).
En Argentina, esta situación se torna evidente. Por ejemplo, los estudiantes que comienzan su grado en filosofía saben de antemano que si desean obtener, en un futuro no lejano, alguna beca que les posibilite realizar los posgrados necesarios para la mencionada “supervivencia”, tendrán que participar en múltiples congresos y publicar trabajos en revistas especializadas prácticamente desde los primeros años de su formación. Por este motivo, descuidan su aprendizaje básico en las diversas disciplinas y se insertan en la vorágine de la producción de papers. Ya no disfrutan la lectura de la Republica ni de las Confesiones, pero suelen ser “especialistas” en la interpretación de moda sobre tal o cual concepto, de tal o cual etapa, de este o aquel filósofo que es hoy predominantemente leído. Todos, docentes y estudiantes, somos un poco víctimas de esta situación; habitualmente la practicamos y también la fomentamos en aquellos que valoramos movidos por un cierto temor inconsciente de “no quedar afuera”.
Pero también podemos decir “no”; podemos –y debemos- intentar poner un freno a lo urgente de la acción movidos por el firme propósito de dar lugar a lo necesario, reencontrándonos con nosotros mismos y con la meditación de la verdad. Hemos de darnos tiempo para “rumiar” los conceptos o para “vagabundear” con el pensamiento en torno a una tesis. Claro está, dicha metanoia conlleva sus riesgos, puesto que uno siempre puede darse cuenta de que, de tanto “parlotear” sobre temas importantes, se ha quedado vacío de logos.
Pienso que los filósofos hemos de intentar ser, tomando en préstamo una imagen del evangelio, como una armoniosa mezcla de Marta y María, ya que si no nos detenemos a “los pies de la Verdad”, nuestra acción se tornará mero activismo deshumanizante. Solo las palabras que proceden de la escucha atenta, de una mirada desinteresada al ser de las cosas, solo ellas podrán calar hondo en la inteligencia y el corazón de aquellos estudiantes que se acerquen a nosotros. Este es el gran desafío de nuestro presente. Por supuesto, hay excepciones; el espacio que ahora compartimos y los proyectos de vidas florecientes que procuramos encarnar expresan este intento: ser levadura en la masa, y también sal, a fin de devolver, al menos a una pequeña parte de la comunidad universitaria, el sapere, el saber gustar, de la sapientia.
En lo que sigue, intentaré arrojar luz sobre el tópico que nos ocupa a partir de una pregunta que puede ser desglosada en tres momentos sucesivos: ¿qué es la contemplación (b), qué es aquello que ha de contemplarse (c) y cómo este acto puede ser hoy llevado a cabo (d)?
b) Aproximación al fenómeno de la contemplación:
Los pensadores medievales, y la vida de Llull pone de manifiesto este tópico, tenían claro que todo quehacer importante debía estar precedido de un espacio de reflexión y contemplación en el contexto de un encuentro dialógico con el Tú con mayúsculas de Dios. La ermita erigida en la montaña fue para Ramón el ámbito privilegiado donde se hizo patente el método del Arte mayor que debía presidir la gran misión. Como indica el parágrafo 14 de la Vida Coetánea:

Ramón ascendió a un monte que no quedaba muy lejos de su casa, para allí, tranquilo, contemplar a Dios. Y habiendo estado casi ocho días allí, sucedió que un día, cuando todavía estaba meditando con gran celo y concentrado, súbitamente el Señor ilustró su mente dándole la forma y el método de hacer aquel libro […] contra los errores de los infieles (LLull 2016:157).

Los ejemplos podrían multiplicarse: el retiro de Agustín en Cassiciacum, o la fundación de la comunidad del Paráclito por parte de Abelardo, expresan solo dos casos más de esta actitud. A decir verdad, esto constituye una marca indeleble de la tradición cristiana. Nuestro Señor, previamente a cada acontecimiento importante de su vida, se marchaba al monte para orar.
Por lo tanto, una aproximación inicial al fenómeno de la contemplación pone de manifiesto que para su realización se exige un cierto retiro y la posesión de un espacio físico que invite a la interioridad. La teoría pide que el espíritu se adecúe al ritmo propio de la naturaleza, que no sabe de apuros ni de “ganarle tiempo al tiempo”. Tomar paulatinamente conciencia del orden plasmado en lo real, reconocer cómo cada cosa sigue su propio impulso natural y, al mismo tiempo, contribuye al bien del todo. No se trata todavía de un saber científicamente fundado, sino de una visión primera destinada a contener la totalidad de las posteriores reflexiones. Aun así, puede ya reconocerse un corolario importante de esta primera percepción: la acción humana debe realizarse en armonía con la corriente plasmada en la physis. Por otra parte, también amenaza una gran tentación: rechazar el orden dado y erigirnos nosotros mismos en legisladores.
Asimismo, toda detención en la marcha se realiza con un propósito. Este “parar la pelota”, como suele decirse en la jerga futbolera, tiene su para qué: discernir si la propia vida se dirige o no hacia donde inicialmente habíamos proyectado; comprender más adecuadamente un aspecto de lo real; buscarle la vuelta a un dilema moral que nos inquieta; buscar luz para saber qué camino elegir cuando los senderos parecen bifurcarse. En todo caso, hay un “algo que no se ve” y que se necesita ver; una incertidumbre que conmueve el alma y que clama por encontrar satisfacción.
Todo comienza con un primer examen del asunto que “se tiene entre manos”; este consejo interior permite separar lo importante de lo accesorio y purificar nuestro tópico de cosas ajenas. Esta indagación ha de orientarse hacia una captación de los principios, pues –como ya nos enseñó Aristóteles- la posesión de los principios constituye “más de la mitad del todo” (Cfr. EN 1098b. 7-8). Seguidamente, ha de darse un “ir y venir” dialéctico, de la realidad al principio, mediatizado por argumentos que busquen una adecuada trabazón entre dichos extremos.
El esfuerzo precedente proporciona una cierta visión, aún incipiente e inaugural, de cómo se estructura un determinado ámbito de lo real, y de nuestra propia situación existencial respecto de él. Pero la contemplación no es trabajo, sino más bien el más preciado fruto de dicha inquisición. La filosofía es trabajo, la sabiduría es reposo (Comte-Sponville 2002:17), un “descanso” que no es inactividad sino acto, un cierto ver del espíritu aplicado al objeto abordado. Sin embargo, no se llega a este ver “de una vez y para siempre”. Aquello que se procura admirar, en tanto se trate de un aspecto del ser, resulta inagotable para nuestro entendimiento. Por ello la sabiduría implica familiaridad, necesita de una asiduidad de trato con la cosa, que no es manipulación sino ahondamiento.
En síntesis, se trata de una sucesión dinámica que implica tres momentos: reconocimiento de los principios, laboriosa indagación mental y un “llegar a ver” de modo más o menos diáfano. Nos maravillamos primero de cómo se nos presentan las cosas; alcanzamos luego una socrática conciencia de nuestra ignorancia y comenzamos la búsqueda, puesto que somos mendigos de la sabiduría. El sacrificio tiene la recompensa de una visión primera, la cual nos permite maravillarnos aún más de lo real. Se trata de una fruición que enamora e invita a seguir buceando en el misterio del ser. Luego viene la vida, con su reclamos y exigencias, con el desafío de encarnar, en el aquí y ahora, lo previamente contemplado. Puesto que la vida es siempre más grande que nuestras abstracciones; ella nos pone permanentemente a prueba y nos estimula a una mayor comprensión. García López expresa acertadamente estas convicciones:
La vida contemplativa comporta en nosotros una pluralidad de actos. En efecto, la mayor parte de las veces no puede el hombre llegar a la contemplación de la verdad sino después de una inquisición o búsqueda más o menos laboriosa: la verdad, en la mayor parte de los casos, no es para nosotros un regalo, sino una conquista Por supuesto que siempre, en toda investigación, hay que partir del conocimiento de alguna verdad, concretamente de la verdad de los primeros principios, que poseemos naturalmente: pero para llegar a las verdades no evidentes de suyo, sobre todo a las más difíciles y elevadas, hay que proceder laboriosamente investigando o meditando. Y aquí es donde se encuentra el fundamento para distinguir entre especulación y contemplación; porque en un sentido técnico la especulación es el camino para llegar a la contemplación, es la investigación diligente que nos conduce desde la visión inmediata de los primeros principios hasta la visión mediata, pero gozosa, de las verdades supremas (García López 2003:59).
Esta última tesis, es decir, la convicción de que la contemplación se dirige hacia las verdades supremas, me introduce directamente en el próximo apartado.
c) Creación y redención: dos paradigmas de lo que debe ser contemplado:
Ya se dijo que lo contemplado es siempre un aspecto del orden que se manifiesta en las cosas. Pero, a decir verdad, la realidad no solo expresa orden sino también algunos aspectos caóticos. Y esto nos confunde y desorienta; sobre todo la falta de armonía que muchas veces encontramos en nuestro propio ser. Pensamos que deberíamos hacer una cosa y deseamos otra que es totalmente incompatible con ella; o bien, queremos al mismo tiempo dos o más cosas que se excluyen mutuamente; hacemos el mal que no queremos y dejamos de practicar el bien que nos habíamos propuesto (Cfr. Romanos 7,19). Somos, en tanto seres humanos, un cierto microcosmos; la totalidad de la jerarquía ontológica de lo real subyace en nuestro ser. Pero toda esa complejidad de lo que somos se muestra revuelta, en “pie de guerra” interior y como en un perpetuo “cortocircuito”. Ahora bien, también esto constituye una invitación al pensamiento: morimos, enfermamos, sufrimos, nos hacemos daño y boicoteamos la creación. ¿Por dónde comenzar?, ¿cuál es la punta de trama de este enmarañado ovillo de la existencia?, ¿a qué blanco debemos primeramente apuntar a fin de obtener una cierta luz que atraviese los diversos ámbitos del ser y del hacer?
Todo lo que se presenta ante nuestra mirada tiene en sí la huella de lo contingente; todo se muestra perecedero y, digámoslo así, con una cierta “fecha –más o menos lejana- de vencimiento”. Muchas son las cosas que nos seducen y cautivan. Aun así, si somos valientes y sinceros con nosotros mismos, podremos reconocer que ninguna de ellas parece “aplacar” la inquietud de nuestro corazón (Cfr. Confesiones. I, 1). Todos hemos pasado por la experiencia de querer algo con mucho ahínco y, cuando finalmente lo obtenemos, nos damos cuenta de que tampoco allí se encontraba lo que realmente buscábamos. Sin embargo, hay “soporte ontológico”. Contrariamente a lo que pensó Heidegger, la nada no es el “ser” que está debajo de los entes, ni la muerte es el destino último del devenir humano. Como intuyó y demostró Aristóteles, la física no es filosofía primera; detrás de lo contingente existe el Ser necesario, aquel que todo el mundo llama Dios. De Él venimos, en Él somos y hacia Él nos dirigimos (Cfr. Hechos 17, 28), «pues así como la persona no puede venir a la existencia sino por creación inmediata de Dios, tampoco puede tener otro fin proporcionado o plenamente saturante que Dios mismo» (García López 2003:30). En definitiva: hay un objeto de contemplación que es primero y destinado a “enmarcar” el conjunto de nuestras aspiraciones amorosas y cognitivas. Como afirmó el Aquinate:
…según los filósofos, la última perfección a la que el alma puede llegar estriba en que en ella pueda reproducirse el entero orden del universo y sus causas; en esto establecieron también el fin último del hombre, que según nosotros consistirá en la visión de Dios, ya que según Gregorio « ¿qué hay que no vean quienes ven al que lo ve todo?» (Tomás de Aquino, De Veritate, 2.2).
Hay orden en el ser y puede vislumbrarse una causa eficiente tanto del orden como del ser; la contemplación comienza por lo ordenado y nos alcanza al Ordenador, el cual, a su vez, aparece como la única realidad capaz de satisfacernos. El ser de las cosas, e infinitamente aún más el ser de Dios, nos resulta inagotable pero, al mismo tiempo, comprensible, es decir, abiertos al entendimiento: todo “lo que es”, es verdadero, decían los escolásticos al discurrir sobre los trascendentales. En cambio, lo que nos inquieta y confunde es el elemento de desorden introducido en el ser; la “falla en el sistema” que, a modo de virus informático, se “cuela” en cada uno de los rincones de la existencia; no solo en el interior del hombre, ya que –como dice Pablo- «la creación entera gime dolores de parto» (Cfr. Romanos 8, 22).
Esto último expresa un límite para la filosofía; la razón solo puede reconocer el desorden pero no puede alcanzar el motivo último de su existencia: ¿puede ser este, realmente, el mejor de los mundo posibles?, ¿es en verdad todopoderoso Aquel que nos creó? Yo mismo, si fuese Dios, “me hubiese hecho mejor de lo que soy”, afirma habitualmente el orgullo humano. ¿De dónde procede entonces la grieta y cuál es el origen remoto del mal? La luz natural puede “garabatear” explicaciones pero no puede brindar una respuesta sólida; el orden natural de la creación necesita ser complementado, a fin de ser adecuadamente comprendido, por el orden sobrenatural de la revelación, ya que solo ella nos hace conocer el terrible acontecimiento de la caída y agradecer amorosamente la dádiva de la redención. Aquí está el auténtico origen de la hendidura en el interior del hombre que luego contaminó al conjunto de la creación.
Todo esto es objeto de Fe; es objeto de asentimiento y de gratitud para con el Creador. Con todo, no debe olvidarse que la fe constituye un acto de la inteligencia que adhiere a la verdad que Dios nos manifiesta. Y si bien es cierto que ese acto de la inteligencia requiere del impulso de la voluntad y del auxilio de la Gracia, reclama también un esfuerzo constante de profundización por parte de nuestra razón (Cfr. Tomás de Aquino, S.T., 2-2, q. 2 a. 9). A fin de cuentas, el misterio de la redención, de la nueva creación realizada en la obra redentora de Cristo, es también para nosotros un objeto supremo de contemplación. Esta pedagogía divina invita no solo al estudio sino también a la adoración. Por este motivo, la celebración eucarística, lugar donde se actualiza el misterio de la redención, es el ámbito más excelso para la contemplación humana. Allí todo el orden natural, incluido el escándalo del desorden introducido por el abuso de la libertad humana, es asumido por Dios, religado por el sacrificio, y llevado a su plenitud sobrenatural; allí el hombre ve su destino último de hijo en el Hijo y puede paulatinamente transformarse en nueva creatura.
Dios, racionalmente comprendido, en tanto que principio del orden creado; la acción redentora de Cristo y la obra santificadora del Espíritu, como “claves de bóveda” de lo revelado; ambos hechos señalan un norte para nuestra mirada contemplativa. La visión parcial, continuamente renovada por el esfuerzo reflexivo, de estas dos “caras” de la verdad más profunda, nos proporciona descanso; nos regala la fruición parcial del ver «como en un espejo» movilizada por la esperanza del don de una futura visión total, «cara a cara» aunque siempre a la medida de nuestro limitado nous (Cfr. 1 Corintios 13, 12).
Claro está que, al menos en esta vida, el conocimiento de ese “todo” que conforman las verdades supremas, va acompañado de un acercamiento progresivo a sus diversos aspectos. Como aconsejaba el Aquinate al hermano Juan, es preciso adentrarse al mar de la sabiduría siguiendo el sendero de los pequeños arroyos (Cfr. Forment 2009:40-41), sin apetecer una grandeza de mirada que supere nuestra capacidad, y acallando los desmedidos deseos de una curiositas que nos distraiga de lo importante. La vida contemplativa es también un arte que debe ser aprehendido a base de humildad, dejándonos alcanzar por el consejo de quienes nos precedieron en esta ardua tarea.
d) La contemplación como desafío:
La contemplación es por sí misma, ya que somos animales teóricos, pero también está destinada a iluminar la acción. El obrar humano tiene que nutrirse de lo vislumbrado en los momentos de ocio. Caso contrario, como de algún modo ya se ha adelantado, la praxis se torna desdibujada de sentido y sin una finalidad común que unifique las distintas actividades. Ya se ha dicho que la presente cultura, con su endiosamiento del hacer y del tener, pone numerosos obstáculos a la vida de pensamiento, pues mientras menos nos detengamos, más seremos consumidores pasivos de todo aquello que se nos vende en el mercado. Y si la vorágine del adquirir nos deja huérfanos de sentido, existe una industria farmacéutica que nos proporciona los remedios para el olvido. El filósofo coreano Byung-Chul Han habla de la atención multitasking, tan pregonada actualmente como un valor, describiéndola como una forma de alienación. La cita es extensa pero sumamente iluminadora:

…la atención multitasking no significa un progreso para la civilización. El multitasking no es una habilidad para la cual esté capacitado únicamente el ser humano tardomoderno de la sociedad del trabajo y la información. Se trata más bien de una regresión. En efecto, el multitasking está ampliamente extendido entre los animales salvajes. Es una técnica de atención imprescindible para la supervivencia en la selva. Un animal ocupado en alimentarse ha de dedicarse, a la vez, a otras tareas. Por ejemplo, ha de mantener a sus enemigos lejos del botín. Debe tener cuidado constantemente de no ser devorado a su vez mientras se alimenta […] El animal salvaje está obligado a distribuir su atención en diversas actividades. De este modo, no se halla capacitado para una inmersión contemplativa […] No puede sumergirse de manera contemplativa en lo que tiene enfrente porque al mismo tiempo ha de ocuparse del trasfondo. No solamente el multitasking, sino también actividades como los juegos de ordenadores suscitan una amplia pero superficial atención, parecida al estado de la vigilancia de un animal salvaje. Los recientes desarrollos sociales y el cambio de estructura de la atención provocan que la sociedad humana se acerque cada vez más al salvajismo […] La preocupación por la buena vida, que implica también una convivencia exitosa, cede progresivamente a una preocupación por la supervivencia. Los logros culturales de la humanidad, a los que pertenece la filosofía, se deben a una atención profunda y contemplativa. La cultura requiere un entorno en el que sea posible una atención profunda (Byun- Chul Han 2012: 33-35).

Preocupación extrema por la supervivencia; incapacidad de detenerse contemplativamente frente a las cosas. “Si te quedás quieto, te pisan la cabeza”, es un lugar común que se escucha permanentemente en la cotidianidad de mi Argentina. Se trata de una pugna social casi salvaje por tener y por aparecer; por lograr suficientes likes y “seguidores” como para experimentar esa efímera satisfacción de creer ingenuamente que la propia vida vale la pena. Pero la excelencia humana no suele ir acompañada del triunfo. Excelente pero perdedor no constituyen un contrasentido, como nos recuerda MacIntyre al traer a colación el ejemplo de Héctor (Cfr. MacIntyre 2001:43).
Todo esto constituye un rodeo para pensar la pregunta esencial de la presente indagación: cómo puede vivirse hoy la dimensión contemplativa de nuestra existencia y qué podemos aportar, aquellos que nos abocamos a la vida intelectual, a esta urgente tarea. En este sentido, coincido con MacIntyre cuando sostiene que la filosofía académica contemporánea se ha convertido en una cuestión de especialistas, que hablan para especialistas y en un lenguaje de carácter críptico que solo puede ser comprendido por aquellos que están en la jerga académica. La idea de que los seres humanos necesitan de la filosofía, de que la filosofía se ejercita con el fin de responder preguntas que son cruciales para el florecimiento humano, es totalmente ajena al espíritu de la universidad contemporánea. Y si bien es verdad que la argumentación filosófica, cuando se realiza seriamente, es algo profundo, no tiene por qué ser algo oscuro e inaccesible a las personas corrientes (Cfr. MacIntyre 2012:275-276).
Obnubilada por la promesa de una felicidad “a la mano”, tal y como se ofrece diariamente en los shoppings a quienes disponen del dinero suficiente para comprarla, confundiendo el hacer y el tener con el ser, la sociedad occidental contemporánea desterró de su centro a la investigación filosófica y teológica. Las catedrales y las humanidades todavía ocupan un cierto lugar físico en nuestras ciudades, aunque hace ya mucho tiempo que pertenecen a la periferia urbana. El sacerdote y el filósofo dejaron de ser, en el sentido macintyreano del término, personajes relevantes de la cultura (Cfr. MacIntyre 2004:48); su lugar lo ocupan hoy la modelo y el futbolista, el empresario exitoso de medios y el político “salvador” de turno. Nuestros jóvenes ya no leen los clásicos y suelen llenar su mente con los valores propuestos por los youtubers de moda.
Y nosotros, qua filósofos, en lugar de reasumir nuestras raíces socráticas, en lugar de constituirnos en tábanos de una sociedad que se enajena en superfluas diversiones desconociendo el verdadero motivo y sentido de la fiesta (Cfr. Pieper 1974), nos hemos encerrado cómodamente en nuestro gueto de lenguajes y argumentaciones abstrusas que desdibujan lo real y absolutamente en nada conmueven. Es más, a muchos de nosotros nos ha picado el virus del escepticismo, pues ni siquiera confiamos en que la verdad metafísica y moral, al menos en sus principios esenciales, pueda ser alcanzada. Escudándonos en que la afirmación de la verdad puede constituirse en una expresión de orgullo, olvidando que la verdadera humildad es andar en verdad (Cfr. Teresa de Jesús, Las Moradas, 6° Cap. 10, 7) preferimos auto-complacernos en escolasticismos vacíos de sentido. En el fondo, pareciera que temiésemos encontrar la verdad; es como si vislumbrar la certeza de los primeros principios y lo contenido en ellos implicaría de suyo que, de algún modo, “se nos acabaría el negocio”. La verdad es de suyo inagotable para nuestro entendimiento, pero somos animales capaces de verdad, de encontrar la tierra firme de unos principios indubitables en los cuales se asienta el ser y desde donde tiene que edificarse el deber-ser.
Es preciso que nos enamoremos nuevamente de la verdad, no solo de aquella que podemos alcanzar con nuestras propias fuerzas, sino también de la verdad salvífica que Dios nos regaló en la revelación y que se hace vida en la celebración de los misterios. Tenemos que estudiarla, profundizarla, reflexionar sobre ella y contemplarla; finalmente, hay que proponerla al mundo con palabras que puedan ser comprendidas por las personas corrientes de nuestro tiempo. Es preciso comunicarla con oportunidad o sin ella (Cfr. 2 Timoteo 4:2), y no solo desde el lenguaje sino también con el compromiso. Urge invitar a la teoría, en el sentido de invitar a otros a recuperar la dimensión especulativa de la existencia. La vida humana no se agota en el hacer y la labor cotidiana se empobrece si no está orientada hacia un telos último que aúne la praxis. Hemos de invitar a otros a animarse a pensar, puesto que cada persona es portadora de un logos que solo ella puede trasmitir. Y si ese logos finalmente no se desarrolla, la comunidad toda sufrirá una disonancia, pues la sabiduría humana, que siempre es un logro compartido, se verá privada de una voz irrepetible.
Para que haya verdadera acción humana es indispensable recuperar la contemplación. Esto implica una toma de conciencia y una firme decisión. Reconocer la ausencia de la dimensión teorética como una pérdida es tan solo el primer paso; ejecutar acciones concretas para su recuperación, es lo que sigue. Aquellos que presiden las diversas comunidades humanas tienen que tomar la iniciativa. Pienso en unos padres de familia que optan por dedicar media hora por día a la lectura en voz alta de un buen libro como sobremesa familiar. En grupos de matrimonios que, además de compartir un asado, discutan sobre cómo orientar a sus hijos en el amor y el conocimiento de Dios en medio de una cultura que los arrastra intempestivamente hacia el hedonismo. En Universidades católicas que se animen a brindar estudios teológicos y filosóficos, aun sabiendo que ello no les reportará ganancia alguna.
Quisiera culminar esta reflexión compartiendo una historia; parafraseando un relato que no es mío sino de uno de los más grandes escritores argentinos (novelista, filósofo, poeta) que se llamó Leopoldo Marechal (1900-1970). En un pequeño opúsculo titulado Primer apólogo chino (Cuaderno de Navegación, 1966) se entremezcla la historia de un joven discípulo que, no sin preocupación, visita a su maestro para preguntarle su opinión sobre una sentencia que lo tenía desconcertado. Dicha frase había sido pronunciada por su patrón en el contexto de un reproche por su aparente falta de productividad y su pérdida de tiempo en abstracciones filosóficas. ¡Señor! –había pronunciado el Jefe-: Primun vivere deinde philosophari. Como respuesta a la consulta del discípulo, el maestro guardó silencio y, mientras regaba un joven duraznero, dio –dice el autor- un “puntapié didascálico” al joven que cayó sin más de bruces contra el piso. El discípulo se retiró en silencio pensando que esta corrección constituía seguramente una “llamada a la razón pura”.
La historia repite varias veces una escena semejante: el joven se acerca al maestro afirmando que, pese a que ha reflexionado concienzudamente, no encuentra error alguno en la sentencia que reza: “primero es vivir y luego filosofar”; el maestro continúa sin pronunciar palabra alguna y solo actúa aleccionando a su discípulo con diversos tipos de “correctivos físicos” narrados de un modo que el lector no puede dejar de sonreír al pasar su mirada por las páginas. Lo único que cambia es el duraznero: paulatinamente crece y llega a florecer bajo el cuidado amoroso del maestro.
El relato culmina de un modo que nos recuerda a la iluminación llulliana citada al comienzo de estas páginas. También aquí la cita es extensa pero sumamente bella y provechosa

En realidad a Tseyü (así se llamaba el discípulo) no le faltaba tiempo: su jefe lo había despedido tres días antes por negligencias reiteradas, y Tseyü conocía por fin el verdadero gusto de la libertad. Como un atleta del raciocinio, ayunó tres días y tres noches; limpió cuidadosamente su tubo intestinal; y no bien rayó el alba, se dirigió a las afueras, con los pies calientes y el occipital fresco, tal como lo requiere la preceptiva de la meditación.
Tseyü estableció su cuartel general en la cabaña de un eremita ya difunto que se había distinguido por su conocimiento del Tao: frente a la cabaña, en una plazuela natural que bordeaban perales y ciruelos, Tseyü trazó un círculo de ocho varas de diámetro y se ubicó en el centro, bien sentado a la chinesca. Defendido ya de las posibles irrupciones terrestres, no dejó de temer, en este punto, las interferencias del orden psíquico, tan hostiles a una verdadera concentración. Por lo cual, en la órbita de su pensamiento, dibujó también un círculo riguroso dentro del cual sólo cabía la sentencia: "Primero vivir, luego filosofar."
Una semana permaneció Tseyü encerrado en su doble círculo. Al promediar el último día, se incorporó al fin: hizo diez flexiones de tronco para desentumecerse y diez flexiones de cerebro para desconcentrarse. Tranquilo, bajo un mediodía que lo arponeaba de sol, Tseyü se dirigió a la casa de Chuang, y tras una reverencia le dijo:
—Maestro, he reflexionado.
— ¿En qué has reflexionado? —le preguntó Chuang.
—En aquella sentencia de mi ex patrón. Estaba yo en el centro del círculo y me pregunté: "¿Desde su comienzo hasta su fin no es la vida humana un accionar constante?". Y me respondí: "En efecto, la vida es un accionar constante". Me pregunté de nuevo: "¿Todo accionar del hombre no debe responder a un Fin inteli­gente, necesario y bueno?" Y me respondí a mí mismo: 'Tseyü, dices muy bien". Y volví a preguntarme: "¿Cuándo se ha de meditar ese Fin, antes o después de la acción?" Y mi respuesta fue: "ANTES de la acción; porque una acción libre de toda ley inteligente que la preceda va sin gobierno y sólo cuaja en estupidez o locura". Maestro, en este punto de mi teorema me dije yo: "Entonces, primero filosofar y luego vivir".
Tseyü no aventuró ningún otro sonido. Antes bien, con los ojos en el suelo, aguardó la respuesta de Chuang, ignorando aún si tomaría la forma de un puntapié o de una bofetada. Pero Chuang, cuyo rostro de yeso nada traducía, se dirigió a su duraznero, arrancó el durazno más hermoso y lo depositó en la mano temblante de su discípulo (Marechal, 1998:445-446).

J. Maximiliano Loria







Bibliografía consultada:

Agustín de Hipona (1955) “Las Confesiones”, en Obras de San Agustín, Madrid: B.A.C.
Aristóteles (1998). Ética Nicomáquea. Madrid: Gredos.
Biblia (1994). El libro del Pueblo de Dios. Madrid: San Pablo.
Comte-Sponville (2002). Invitación a la Filosofía. Barcelona: Paidos.
Forment, E. (2009). Santo Tomás de Aquino. Su vida, su obra y su época. Madrid: B.A.C.
García López, J (2003). Virtud y personalidad Según Tomás de Aquino. Pamplona: Eunsa.
Llull, R (2016). Arte Breve. Vida Coetánea. Buenos Aires: Winograd.
MacIntyre, A. (2004). Tras la Virtud. Barcelona: Crítica.
                        (2001). Justicia y racionalidad. Madrid: Eiunsa.
(2012). Dios, Filosofía, Universidades. Historia Selectiva de la tradición filosófica católica. Granada: Nuevo Inicio.
(2017). Ética en los conflictos de la modernidad. Sobre el deseo, el razonamiento práctico y la narrativa. Madrid: Rialp.
Marechal, Leopoldo (1998). “Primer apólogo chino”, en Cuaderno de Navegación. Obras completas de Leopoldo Marechal T. 2. Buenos Aires: Perfil.
Pieper, J. (1974). Una teoría de la fiesta. Madrid: Rialp.
Teresa de Jesús, Las Moradas del castillo interior. Disponible en: http://hjg.com.ar/teresa_moradas/
Tomás de Aquino (2000). De Veritate. Cuestion 2. La ciencia de Dios, en Cuadernos de Anuario Filosófico. Pamplona: Universidad de Navarra.
       (2006), Suma de Teología. (2° Edición). Madrid: B.A.C.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

 Conferencia sobre MacIntyre impartida en el Centro de Estudios Educativos "Rigans Montes":