Resumen:
La
presente comunicación se desarrolla en tres momentos que tienen un carácter no
solamente descriptivo sino también crítico. En primer lugar, se pone de
manifiesto la incompatibilidad radical que se da entre el principio fundamental
del realismo ético, aquel que sostiene que “todo deber ser se fundamenta en el
ser”, y el postulado tradicionalmente conocido con el nombre de falacia
naturalista, es decir, el juicio que afirma, precisamente, que “ningún deber
ser puede sustentarse en el ser”. Seguidamente, se ensaya una descripción de cómo
el mencionado principio de la ética realista se realiza progresivamente en la
acción moral. Aquí, se explica de qué modo la razón humana se extiende
paulatinamente del ámbito de lo teórico al dominio de lo práctico, y cómo el
hábito de la sindéresis, abocado al conocimiento de los principios generales
del bien humano, se torna concreto mediante el dictamen particular procedente
de la prudencia. El trabajo finaliza destacando la imposibilidad de una
comunicación teórica entre ambos principios fundacionales. En consecuencia, se
plantea la posibilidad de recurrir a la imaginación y a la experiencia como una
suerte de auxilio para acceder a una captación vivencial de la verdad inscripta
en el punto de partida tomista. La reflexión en su conjunto se inspira en el
pensamiento de los filósofos Josef Pieper y Alasdair MacIntyre, dos
representantes tardíos de la tradición de virtudes que encontró una cierta
cumbre en la síntesis moral propuesta por el Aquinate.
1) Dos puntos
de partida irreconciliables.
La presente cultura, definida por MacIntyre como predominantemente
emotivista, se asienta en la convicción de que los juicios valorativos en
general, y particularmente los juicios morales, carecen de valor de verdad,
pues solo constituyen una manifestación de preferencias subjetivas. Afirmar que
“esto o aquello es bueno” expresa, no una especial propiedad de la cosa hacia
la cual el juicio se dirige, sino la sensación de agrado que experimenta la
persona que pronuncia la mencionada sentencia respecto de dicha realidad. Pero
no parece ser esta una convicción de carácter último. Detrás de este espíritu
de época se encuentra, de manera más o menos consciente, un cierto
convencimiento generalizado referido al hecho de que es imposible fundamentar
racionalmente la moral.
En
Tras la Virtud, el propio MacIntyre
relata la historia de lo que él mismo llama “fracaso del pensamiento
ilustrado”. Este fracaso comienza con el abandono de la tradición moral de
virtudes, la cual se extiende desde Sócrates hasta Tomás de Aquino, y culmina,
previamente al auge actual del emotivismo, a comienzos del siglo xx con el
intuicionismo de G. Moore. Entre ambos extremos de esta línea histórica,
MacIntyre menciona, entre otros, los intentos fallidos de Hume, Kant y
Kierkegaard, de fundamentar las normas morales, ya sea en las pasiones, la
razón pura o, finalmente, la elección radical entre los modos de vida ético o
estético del filósofo danés.
Ahora
bien, aquí solo me interesa indicar el hecho de que todo este derrotero
histórico-filosófico comienza, en primer lugar, con el rechazo, realizado por los
pensadores nominalistas pertenecientes a la baja edad media, de lo que
–siguiendo a Josef Pieper- he denominado principio primero de la ética realista,
es decir, la tesis que sostiene que “todo deber ser se fundamenta en el ser”.
Todo precepto moral de carácter universal expresa, como afirma Tomás de Aquino,
una inclinación natural. Y esto, claro está, se afinca en la convicción de que
es posible conocer los rasgos constitutivos de la esencia humana. El propio
Tomás explica de manera clara esta tesis. Por cuestiones de tiempo, me limito a
parafrasear su argumentación. El hombre es una sustancia corpórea y, en este
sentido, comparte con el resto de la sustancias la inclinación natural a preservar
su ser. Por este motivo, pertenece a la ley natural todo mandato que oriente a
la conservación y desarrollo del propio ser. Esto se expresa en cosas tan
sencillas como la necesidad de alimentarse saludablemente y de cuidar el
descanso. El hombre es también, y esencialmente, un animal. Así, comparte con
el resto de los animales una inclinación natural a preservar la propia especie.
De aquí que pertenezca a la ley natural la conjunción de los sexos en orden a
la fecundidad de la vida, tanto como el criar y educar a los propios hijos.
Pero el hombre es específicamente un ser racional y, por esta nota constitutiva
de su ser, posee una inclinación natural a vivir en comunidad (somos animales
políticos) y a buscar la verdad en todos los ámbitos de la realidad, aunque
especialmente en lo que se refiere a Dios, que es la causa suprema de todo
cuanto existe. La racionalidad humana tiene que oficiar de guía en la
realización de todo este conjunto de inclinaciones expresadas en los preceptos primarios
y secundarios de la ley natural. Es decir, ella es la que tiene que discernir
cuándo y cómo es apropiado cuidar el propio ser mediante, por ejemplo, un
necesario descanso; cuándo y cómo es preciso engendrar hijos; y cuándo es el
momento oportuno para dedicarse a la especulación metafísica.
En
síntesis, la ética realista que, según MacIntyre, predominó especialmente hasta
Tomás de Aquino, se afincó en la posibilidad de conocer el núcleo íntimo de las
cosas, y en el hecho de que el obrar moral debía seguir al ser. Una vez más, “todo
deber ser se fundamenta en el ser”. Como puede observarse, se trata de una
fundamentación ontológica de la ética. Los principios de la metafísica sostiene
la física y la antropología (la biología metafísica en términos macintyreanos);
asimismo, la moral se apoya, inevitablemente, en este conocimiento de la
naturaleza humana.
Sin
embargo, esta síntesis –como toda edificación conceptual por coherente y sólida
que ella se muestra- se desvanece si se menoscaban sus cimientos. Sabido es que
la tradición aristotélica y tomista asume una concepción de la ciencia que se
funda en principios que no son ellos mismos de carácter científico, o sea, en
principios primeros que no resultan de una demostración deductiva, sino que
tienen un carácter evidente. En términos coloquiales podría recordarse aquí lo que
una vez dijo Maritain: estos principios, o bien “se ven”; o bien, “no se ven”. Si
alguien los niega solo puede intentarse disuadirlo de su error mostrándole las
consecuencias implícitas en su rechazo, o sea, indicándole qué otras cosas –a
la postre incoherentes con su propia negación- se siguen notoriamente de su
tesis. Cabe recordar aquí las argumentaciones del propio Aristóteles referidas
a quienes rechazan el principio de no contradicción.
De
este modo, la ética realista comenzó a desmoronarse cuando se negó la
posibilidad de conocer la naturaleza íntima de la cosas, esa naturaleza que
–cómo intenté mostrar a partir de la descripción de la concepción tomista de la
ley natural- contiene de suyo, dentro de sí, una normatividad capaz de ser
comprendida a partir de las inclinaciones naturales. Así, nuestra razón dejó de
ser vista como inteligencia, como intus
legere, como aptitud para trascender lo sensible particular y penetrar en
la esencia común. Nominalismo, empirismo, criticismo, intuicionismo y
emotivismo, todos comparten esta convicción: solo podemos conocer las
características sensibles de las cosas y ellas nada nos dicen acerca de su
bien: ningún deber ser sigue a este ser de carácter empírico que, a partir de
ahora, es asumido como la única naturaleza humana.
Por
el momento, solo me urge destacar que ambos principios, el que funda la ética
realista y el que sostiene la tradicional falacia naturalista, se afincan en
una concepción diversa del conocimiento y del ser. La concepción que ambas
tienen del conocimiento implica una diversa concepción del ser. El ser que
funda un deber ser en el realismo ético es una ser de carácter metafísico, un
ser poseedor de una esencia compartida que orienta y condiciona el obrar. En
cambio, el ser que no implica deber ser alguno, el ser que predominó desde el
nominalismo medieval hasta el presente al menos en los ámbitos académicos, es
un ser meramente empírico, un ser que nada nos dice de la biología metafísica
de quienes lo poseen, un ser que solo da cuentas de hechos pero que no implica
valor alguno. En definitiva, si el empirismo radical o el criticismo son
verdaderos, entonces la tesis propuesta por Moore también lo es. En cambio, si
el realismo gnoseológico es posible, también es posible una moral fundada en la
naturaleza.
2)
De lo general a lo particular: la concreción del realismo ético.
El segundo momento de esta comunicación me conduce a mostrar cómo el
principio fundamental del realismo ético, a saber, “todo deber ser se funda en
el ser”, o bien, la “realidad es el fundamento de lo ético”, se realiza
progresivamente en el obrar moral. La acción moral constituye un cierto todo que
se forja a partir de diversos actos parciales de conocimiento y voluntad. Como explicaré
a continuación, a cada acto de conocimiento sigue un acto de la voluntad, pues
la voluntad acorde con lo moral acompaña a la razón en armonía con lo real. Y en
este sucederse de estos actos parciales de conocimiento la razón se hace progresivamente
práctica.
Todo
comienza con una visión del bien por parte de la inteligencia. Por ejemplo, al observar
la biblioteca de alguien que admiro reconozco lo valioso de la ciencia
contendida en sus libros. Siguiendo a Pieper, destaco aquí que este primer acto
cognoscitivo es puramente receptivo, ya que simplemente se limita a reflejar la
realidad. La razón percibe el ser de un objeto junto con su aptitud para
contribuir a la perfección de una persona y, consiguientemente, la voluntad
reacciona mediante una inclinación espontánea de amor hacia dicho bien. Así,
este querer primero no es consecuencia de un mandato de la razón. En sentido
estricto, la razón se torna práctica a medida en que asume un papel directriz
respecto a los actos interiores de la voluntad.
Ocurre
que el entendimiento juzga que la ciencia contenida en los libros es una cosa
buena precisamente por el hecho de que el conocimiento de la verdad pertenece
al bien humano, es decir, debido a que existe una inclinación natural en el
hombre a conocer, a adquirir un sólido saber acerca del ser y del orden de las
cosas. Así, en tanto me reconozco ignorante, esta carencia funda una obligación
de carácter moral. La razón ya no solamente capta el bien sino que también
comienza a imperar su obtención; es como si uno se dijese a sí mismo: “la
ciencia debe ser buscada”, “tienes que abocarte al aprender”. La razón, en
tanto que manda –y aunque aún sea en un plano de carácter general-, comienza su
derrotero en el plano de lo práctico. El entendimiento teórico capta el bien
considerado en sí mismo; la razón práctica, auxiliada por la virtud denominada sindéresis
por la tradición cristiana (San Jerónimo fue el primer padre que propuso este
término), piensa el bien como algo que debe ser realizado en la acción.
Según
Tomás de Aquino, la sindéresis es un hábito natural que ayuda al entendimiento
humano para que pueda conocer los primeros principios del obrar moral. Su
contenido, es decir, lo que esta virtud posibilita conocer, coincide con los
preceptos de la ley natural. Y debido a que este hábito tiene un carácter
natural e indeleble, se da espontáneamente en todo hombre y, asimismo, no puede
ser borrado vicio alguno. En este sentido, aun cuando los condicionamientos
culturales puedan oscurecer la visión de ciertos principios morales, todo ser
humano, todo hablante competente de un determinado lenguaje en términos de
MacIntyre, puede conocer la evidencia de los preceptos primarios de la ley
natural.
La
voluntad reacciona nuevamente al juicio imperativo fruto de la sindéresis
mediante el acto que la tradición escolástica denominó intención del fin. Así, mientras que la volición primera se
dirige al bien considerado en sí mismo, la intención quiere el bien como punto
final de la propia acción. Siguiendo con el ejemplo, sucede que uno se afinca
en la determinación de hacer algo para adquirir ciencia.
El
siguiente acto de la razón práctica consiste en la deliberación sobre cuáles
pueden ser los medios, los caminos lícitos y eficaces para, dadas mis presentes
circunstancias, alcanzar tal fin. Este acto deliberativo puede ser meramente
interior, o bien puede llevarse a cabo solicitando el consejo de otra persona
que posea experiencia en aquello que se pretende alcanzar. Así, retomando una
vez el caso propuesto, juzgo entonces que el dueño de la biblioteca, el
profesor que admiro, puede indicarme por qué materia de estudio comenzar y cuáles
libros puntuales debo aplicarme a leer. De este modo, la deliberación culmina
en un último juicio práctico mediante el cual, de entre el conjunto de los
medios posibles, un determinado camino hacia el fin se muestra como aquel que
se ha de recorrer.
Finalizado
el consejo, la voluntad consiente en el medio discernido para obtener el fin y elige
abrazarlo. Generalmente al menos, los propósitos asumidos exigen el auxilio de
algunas virtudes morales. Así, en el ejemplo que estoy analizando, puede
pensarse en virtudes tales como la paciencia y la constancia, debido a que la
adquisición de la ciencia es ardua y supone la superación de muchas
dificultades. Una persona de carácter débil y mudable, puede abandonar aquí sus
buenos propósitos, puede no elegir la ciencia debido a que no está dispuesta a
realizar el sacrificio que exige su consecución.
Una
vez realizada la elección, luego de que decidí asumir un determinado medio para
obtener ciencia, la acción moral prosigue mediante un dictamen interior en el que
la razón ordena a la voluntad emplear el medio elegido. Una vez llegado el
momento oportuno, nos decimos a nosotros mismos: “tienes que ponerte a leer y
estudiar el libro que has elegido”. Como sostiene Pieper, es precisamente en el
imperio prudencial cuando la razón se hace, en un sentido eminente, razón
práctica, pues lo específico de la razón práctica es imperar la acción moral
concreta. La eficacia de este imperio depende también en gran medida de la
virtud moral, de nuestra capacidad de mantener la resolución dictaminada a
pesar de las pasiones que puedan surgir en contrario, por ejemplo el cansancio
o el deseo espontáneo de realizar otra cosa que me brinde una gratificación más
a la mano. Finalmente, todo concluye con el “descanso” de la voluntad en el
bien conquistado, con la alegría de haberme iniciado en el camino de la ciencia
(Cfr. Pieper 2009: 40-44).
Esta
rápida descripción de la acción moral como un todo, de la acción moral tal y
como se sigue del principio fundamental del realismo ético, contiene algunos corolarios
importantes que conviene destacar: a) la dependencia de la voluntad respecto
del conocimiento va en aumento a través de los distintos actos cognoscitivos, pues
se pasa de una reacción puramente espontanea de la voluntad luego de la primera
visión del bien, a una auténtica obediencia a la razón en el acto del dictamen;
de un deseo natural de saber frente a la percepción primera de su bondad,
pasando por el dictamen general de la sindéresis acerca de la necesidad de
buscar la ciencia, hasta una obediencia al dictamen específico que nos obliga
al estudio de tal o cual libro. b) Por consiguiente, queda manifiesto que cada
acto subsiguiente de conocimiento es más concreto y menos genérico que el
anterior. Primero, capto la ciencia como un bien; reconozco luego que el
conocimiento pertenece al bien humano y juzgo su deber; seguidamente, veo la
necesidad de estudiar esta materia específica y me obligo a su ejecución. c)
Finalmente, cabe destacar que a cada acto sucesivo de conocimiento le es
inherente una necesidad y una certeza menor. No puedo engañarme en el juicio
general procedente de la sindéresis. Esto significa que puedo conocer la
naturaleza humana y comprender en ella la necesidad de la ciencia, en especial
del conocimiento filosófico, para su adecuada realización, es decir, para el
logro de su florecimiento. Pero sí puedo equivocarme en el juicio prudencial
relativo al medio concreto elegido para alcanzar dicho fin. El consejo que me
dieron, o bien que yo me di a mí mismo, pudo no haber sido el más apropiado, y
puede suceder entonces que la materia de estudio asumida, o el libro elegido,
no sean los más adecuados para mi progreso en el saber. Como dice Aristóteles,
obrar moralmente semeja a dar en un cierto blanco y, en este sentido, no
debiera ser uno censurado si su yerro no se aleja demasiado del centro
prudencial. En definitiva, jamás tendremos una certeza absoluta sobre si, aquí
y ahora, hemos realizado lo mejor que podíamos hacer. Claro está, siempre que
hayamos hecho algo objetivamente bueno motivados por un fin noble; siempre que
nuestra acción conduzca a la obtención de un bien naturalmente apetecido por
los seres humanos, y en una oportunidad que se muestre razonable, de ser así, al menos estaremos
seguros de no haber actuado mal.
Ahora,
previamente a proponer una reflexión final, considero oportuno recapitular
algunas tesis fundamentales del realismo. Como se dijo, el obrar tiene que
acompañar al conocimiento, y el conocimiento debe adecuarse al ser; todo deber
ser se fundamenta en lo que las cosas son, en el ordenado desarrollo de las
inclinaciones naturales inscriptas en la naturaleza, las cuales conducen a la
persona hacia su realización. Del mismo modo que la realidad es la medida del
conocimiento, en el dictamen de la prudencia está preformado el acto moral: la
acción es buena porque recibe su medida del juicio y del imperio prudencial,
tanto como el saber es verdadero porque se adecua a las cosas.
En
el ámbito gnoseológico, se es realista cuando el conocimiento es determinado
por la realidad. La objetividad implica la renuncia del sujeto a co-determinar
el contenido (el qué) del conocimiento. Correlativamente, en el campo de la
ética, la objetividad significa que esa renuncia del sujeto se amplía a la
influencia en el dictamen. Si se aspira a un dictamen prudente, el contenido de
este imperio dirigido a la voluntad solo debe ser determinado por el conocimiento
objetivo de la realidad. Pero, Pieper insiste en la necesidad de destacar que la
objetividad gnoseológica y moral no implica sostener que la persona sea solamente
un mero lugar de paso entre diferentes objetividades. El conocimiento de la
realidad, el dictamen prudencial y la acción externa no son cosas que
simplemente nos suceden, sino que son acciones de la persona. Sin la fuerza
espontánea de la inteligencia (la actividad del entendimiento agente en la
tradición tomista) no se podría acceder al núcleo íntimo de las cosas, y sin el
impulso apremiante de la voluntad, tal como se pone de manifiesto en la
elección y en la utilización, por parte de ella, del resto de las facultades
humanas, en absoluto se podrían llevar adelante los diversos actos. La puesta
en existencia del conocimiento, la existencia del dictamen y de la acción
externa, todo esto es resultado de la actividad de la persona, de la acción
subjetiva. La tesis de la adecuación del bien a la realidad no contradice la posibilidad
de un protagonismo del sujeto. Sin embargo, el realismo ético se afinca en la
convicción de que la objetividad, el dejarse determinar en el obrar por cómo
son en verdad las cosas, es decir, no por cómo a mí me gustaría que ellas fuesen,
constituye el fundamento de la salud moral (Cfr. Pieper 64-67).
3)
Palabras finales: la imaginación como auxilio para la captación de la verdad.
La descripción precedente referida a cómo el principio fundamental del
realismo ético se encarna progresivamente en la acción moral, me permite
retomar, bajo una nueva luz, la confrontación con el punto de partida asumido
por aquellos que se afincan en la denominada falacia naturalista. Mi convicción
es que el verdadero diálogo moral solo puede darse entre aquellos que parten de
principios que no se contradicen el uno con el otro. Por ejemplo, si una
persona desarrolla una argumentación coherente a partir de la premisa (A), y su
contrincante hace algo semejante a partir de la premisa (-A), solamente se obtendrá
dos monólogos sucesivos pero jamás un auténtico diálogo. Un presupuesto
semejante fue ya afirmado por Aristóteles en el libro II de la Ética (Cfr. EN 1103b 30-35). Para el estagirita, o bien se obra a partir de la
dictamen de una pasión, cosa que hacen los jóvenes de edad o de temperamento; o
bien, se actúa siguiendo lo afirmado por la recta razón. Aquellos que, más o
menos conscientemente, optan por dejarse llevar por sus pasiones, se encuentran
de algún modo al margen de la ética, pues se da por supuesto, y es generalmente
aceptado, que el ámbito de lo moral exige la racionalidad de la conducta: soy
un agente moral solo si actúo a partir del dictamen de la recta razón, de un
juicio particular sustentado en la verdad de las cosas.
De
este modo, el principio que sostiene “ningún debe de un es” se postula, a
priori, como radicalmente incompatible con la tesis fundamental del realismo
ético, es decir, con la convicción de que “todo deber ser se funda en lo que
es”. Así, aquellos que parten de estos postulados, seguramente podrán escucharse
de manera respetuosa; podrán tolerarse intelectualmente, pero, en tanto estén
convencidos de la verdad de su propio punto de partida, también estarán seguros
de la falsedad del principio propuesto por sus oponentes.
Es
curioso descubrir que aquellos que adhieren a la verdad de la falacia
naturalista se muestran asimismo escépticos, al menos generalmente, respecto a
la posibilidad de fundamentar una ética de carácter universal. Para ellos, lo
único válido universalmente en el ámbito de lo práctico consiste en la
imposibilidad de un deber ser que se asiente en la naturaleza de las cosas. Con
lo cual, solo parece quedar lugar para un obrar moral sostenido en la convención,
o bien, para una forma de actuar, más allá del bien y del mal, sustentada en el
deseo subjetivo. Y esto me conduce nuevamente al emotivismo rechazado por
MacIntyre y por toda la tradición del realismo ético de raigambre tomista. ¿Estamos
entonces condenados a un diálogo que no es diálogo, al maximun de un respeto compartido que oye, sin escuchar, la voz de
la disidencia?
El
mencionado recurso utilizado por Aristóteles consistente en argumentar
racionalmente a fin de mostrar la incoherencia en la que caen aquellos que
niegan la evidencia de un determinado principio no me parece actualmente
provechoso. En la actual cultura emotivista, las personas no suelen cambiar de
parecer a partir de silogismos, sino como consecuencia de algunas vivencias
particulares que les permiten, como vulgarmente se dice, experimentar en carne
propia, la veracidad de una afirmación determinada. En este sentido, creo
oportuno recuperar una tesis de MacIntyre referida a la madurez en la capacidad
de actuar racionalmente. Los razonadores prácticos independientes son tales en
tanto han adquirido, entre otras virtudes, la capacidad de imaginar con realismo
futuros posibles. A partir de ello, considero el recurso de proponer algunos cuestionamientos
que quizá puedan acortar las distancias epistemológicas referidas a los
principios antagónicos discutidos en esta comunicación. La imaginación y la
experiencia tienen que auxiliarnos en este intento.
Todos
conocemos personas que, compartiendo a priori la convicción de la verdad de lo
postulado por la falacia naturalista, viven como si el propio deseo fuese lo
único verdaderamente auténtico al momento de elegir una conducta. En nuestra
cultura, sostiene MacIntyre, generalmente se piensa que el deseo proporciona en
sí mismo, no solo un motivo, sino también una buena razón para actuar de una
manera determinada (Cfr. MacIntyre 2016:9). Así, es usual escuchar frases como,
“si lo sentiste, está bien”, o “escuchá lo que te dice el corazón”,
refiriéndose con ello al sentimiento más profundo. Teniendo en cuenta esto, podemos
cuestionarnos sobre el desenlace, o más bien los múltiples posibles desenlaces,
de la vida de aquellos que viven de este modo: ¿constituyen estas personas paradigmas
de lo que juzgo como una vida floreciente?, ¿es posible proyectar un cierto
horizonte coherente de conducta si esta solo se asienta en el presente parecer
y no en el ser?, ¿no son acaso los sentimientos algo tan volátil como el
tiempo?
En
cambio, si el obrar se sostiene en el dictamen de una razón que busca anclarse
en lo real; si lo real puede ser conocido en sus aspectos esenciales y estos
determinan un cierto horizonte de conducta; si existen unos fines compartidos
por todo ser humano que deben procurar ser alcanzados teniendo en cuenta los
desafíos impuestos por las presentes circunstancias; si esto sucede, el recurso
a la imaginación, la proyección de una vida floreciente, tiene –según
considero- una tierra más firme sobre la que asentarse: ¿hacia dónde puede
dirigirse una existencia que adecúa su parecer al ser y se orienta hacia un fin
último que no se elige azarosamente? Esto último, no significa de suyo
monocromía; no implica ahogar la pasión y el sentimiento, no exige la
posibilidad de un solo sendero para llegar al fin.
En
definitiva, todo conduce a las dicotomías fundamentales sobre las cuales, desde
Aristóteles al menos, se comenzó a pensar en términos de una ciencia práctica:
razón o pasión, ser o parecer, naturaleza o libertad. La opción del estagirita,
de Tomás y de la tradición del realismo ético continuada por Pieper y MacIntyre
no implica de suyo la negación de uno de los términos de esta tensión, sino más
bien la prioridad del ser y la razón. El sentimiento y la libertad también
deben jugar un papel fundamental en la constitución de una buena vida humana.
El juicio de la razón necesita del impulso de la pasión. Asimismo, la realidad
es tan rica y compleja que, aun determinando un cierto norte compartido por lo
humano, se deja abierto un margen inmenso para el juego maravilloso de la
libertad.
Bibliografía:
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Edición). Madrid: B.A.C.
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MacIntyre,
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MacIntyre,
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Barcelona: Paidos.
MacIntyre,
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Moore,
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Pieper,
J. (2009). La realidad y el bien. La verdad de las cosas. Buenos Aires:
Librería Córdoba.
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