La
presente comunicación se articula en dos momentos. En primer término, se expone
una síntesis de la valoración y crítica que H. G. Gadamer realiza sobre las
tesis propuestas por A. MacIntyre en Tras
la Virtud (1981) acerca de la Ética aristotélica. En este punto, se torna
manifiesto un importante disenso respecto al modo en que ambos filósofos
comprenden la fundamentación de la moral. En un segundo momento, se describe brevemente
la posición de MacIntyre acerca de este último tema y se esboza una posible
crítica a la postura gadameriana.
a) Síntesis de
la hermenéutica gadameriana:
Al
refererise a Tras la Virtud, Gadamer
sostiene que el propósito principal del libro de MacIntyre no es otro que volver
a llamar la atención sobre el valor de la Metafísica
y de la Ética aristotélica. Y aunque
ambos filósofos comparten interés en la recepción y en el continuar pensando a
Aristóteles, Gadamer subraya que esta motivación se realiza desde diferentes puntos
de vista. Aun así, acuerdan en algunos presupuestos, por ejemplo, en el hecho
de que no se puede abordar en absoluto el problema de la filosofía moral sin
dirigirse a la historia y la convicción de que tanto la filosofía analítica
como la fenomenología han fracasado en la tarea de asimilar y continuar la
tradición viva de la filosofía práctica occidental (Cfr. Gadamer 2003:201-202).
Como
bien señala Gadamer, MacIntyre ofrece en la primera mitad de su libro un relato
de carácter histórico-filosófico que, comenzando por Homero y culminando con el
emotivismo anglosajón, pretende una descripción detallada de cómo se alcanzó la
actual anarquía moral. Su tesis fundamental expresa que nuestro presente cultural
es una consecuencia del fracaso de la ilustración en su proyecto de lograr una
fundamentación racional de las normas éticas. Este esbozo de una historia de la
ética occidental posee, en palabras de Gadamer, una verdadera capacidad de
convencer. Se concuerda aquí con la unidad relativa que poseen la ética antigua
y la medieval, y se asume también el cambio radical de situación acontecido en la
modernidad (Gadamer 2003:202).
Sin
embargo, lo primero que se crítica a MacIntyre es el haber interpretado la
ética de Kant demasiado dentro de las líneas de la tradición anglosajona. Y
aunque para Gadamer es correcto que se diga que el siglo XVIII está en gran
medida determinado por la noción estoica de deber, y su elaboración moderna
como concepto de ley –junto con el consiguiente abandono del papel central de
la idea de la virtud-, aun así, juzga que en el texto macintyreano no se comprende
correctamente el lugar del imperativo categórico entendido como centro de la justificación
moral kantiana (Gadamer 2003:202-203).
Por
otra parte, Gadamer tampoco coincide con la valoración que el libro realiza del
pensamiento moral de Kierkegaard, pues si bien es cierto que el decisionismo moderno
se ha remitido de manera fundamental al filósofo danés, no parece tenerse aquí
en cuenta la finalidad religiosa que subyace a la posibilidad de una elección
radical entre los modos de vida ético y estético. Asimismo, con justicia se
reprocha a MacIntyre el haber pasado por alto el intento de Hegel de conciliar
el pensamiento antiguo con el moderno. A pesar de estas limitaciones, Gadamer
parece adherir a la tesis que sostiene el fracaso de la Ilustración, es decir,
de una filosofía moral anclada en el concepto de razón, siempre y cuando esto
signifique que lo primero no son las reglas sino las virtudes y las costumbres
(Gadamer 2003:203).
Una
vez más, y previamente a la exposición de su disenso fundamental, Gadamer
acuerda con MacIntyre en lo siguiente: si se critica duramente una particular
hermenéutica de Aristóteles y de la tradición que emana de su pensamiento, al
modo en que el propio Gadamer realiza con la interpretación propuesta en Tras la Virtud, esto de algún modo
implica una confirmación de la importancia de esta tradición, una confirmación
de la vitalidad perenne de una moral fundada en la felicidad y en la virtud
(Gadamer 2003:203-204).
Ahora
sí, cabe expresar aquello que especialmente se juzga de MacIntyre. Gadamer
rechaza su intento de fundamentar la filosofía práctica de Aristóteles en su filosofía
teórica, es decir, en una física y metafísica de carácter teleológico. El bien
de la vida humana, aunque implique de suyo una conexión interna entre la virtud
moral y la areté dianoética, solo
puede reconocerse dentro del ámbito de la polis. Y esto, para Gadamer, es la
mejor herencia socrática de Aristóteles: lo humanamente bueno es independiente
de todos los aspectos teóricos y teleológicos; es más, el programa de la
explicación teleológica de la naturaleza estaría fundado en una decisión moral
de Sócrates y no al revés. MacIntyre no ha tenido en cuenta esto al sostener
que la ruptura con la metafísica teleológica dada en la modernidad es la que
trajo todos los problemas actuales de la ética, tanto en el orden académico
como en la vida cotidiana (Gadamer 2003:204).
En
síntesis, la crítica fundamental gadameriana radica en el intento de MacIntyre
de fundamentar la moral de Aristóteles en su biología metafísica, y no en las
costumbres de la Polis. No obstante, luego de este rechazo, lo que sigue no son
más que acuerdos, pues la narración histórica de los avatares de la tradición
aristotélica, le parecen en entera concordancia con el propio pensamiento del
estagirita.
Asimismo,
Gadamer destaca la idea macintyreano de lo narrativo como un modo fructífero de
continuar pensando la ética. Con ello se apunta a la unidad de la vida que se expresa
en la sucesión de una historia narrada. Y aunque pueda dudarse del concepto de narración
como algo posible de ser plenamente integrado en el mundo conceptual
aristotélico, de todos modos lo narrativo no está del todo excluido en la obra
de Aristóteles. En este sentido, se acuerda con la tesis macintyreana que
sostiene que la tradición de virtudes se mantuvo viva, por ejemplo, en la
novelas de Jean Austen; aunque en opinión de Gadamer debería incluirse también
aquí a los novelistas franceses y rusos del siglo XIX. La gran herencia de la
filosofía práctica se puede asir en la configuración literaria, pues la unidad
de la concepción moral aristotélica, se encuentra enteramente representada en el
concepto de unidad de vida que se expresa en dichas narraciones (Gadamer 2003:205-206).
La
coherencia en el obrar moral solo puede comprenderse y manifestarse como la
unidad de un relato histórico; los agentes morales siempre son coautores de una
historia. La historia narrada ilustra la lucha por la conquista del bien
humano, y el sentido de unidad de la narración se establece por la orientación
permanente de la persona hacia el telos de una vida floreciente. Y todo ello en
el contexto de una tradición de pensamiento que es también una tradición de
vida. Según Gadamer, MacIntyre tiene razón cuando afirma que la unidad de la
historia y de la tradición no se reconoce correctamente en el pensamiento
moderno. En su conjunto, Tras la Virtud se
aplica a la recuperación de la tradición aristotélica de virtudes como un
perfecto contrapunto del individualismo y la anarquía moral actualmente
imperantes. Nuestro mundo se ha vuelto moralmente anárquico, y todas las formas
de continuación de las diferentes tradiciones morales son, para Gadamer, una prenda
de esperanza, de una forma de esperanza que no le parece tan utópica como la
utopía de la Ilustración (Gadamer 2003:207).
b) La
propuesta de MacIntyre:
La
síntesis de la exposición de Gadamer posibilita recuperar dos tesis
fundamentales, una de ellas de carácter crítico y otra que supone una
valoración del intento macintyreano. El rechazo se inscribe sobre el propósito
de fundamentar la ética en la “biología metafísica”, lo que implicaría la
posibilidad de un conocimiento de la naturaleza humana y del telos compartido que en ella se inscribe.
La coincidencia vincula a lo narrativo como ámbito de recuperación y
fortalecimiento de la tradición moral de virtudes.
Ahora
bien, en lo que sigue me abocaré a una breve descripción de la fundamentación
propuesta por MacIntyre a partir de su conocida teoría de los conceptos
funcionales. Evidentemente, dicha presentación en absoluto zanja el debate
académico referido al discernimiento del sentido auténtico de la posición
aristotélica. No obstante ello, merece destacarse que, para este autor, la
narratividad es también un medio privilegiado para reconocer la validez de la
fundamentación moral propuesta por la tradición aristotélica y tomista (Cfr.
MacIntyre 2017, 4.9).
Según
MacIntyre, la moralidad de la tradición clásica (aquella que comienza con
Sócrates y culmina con Tomás de Aquino) se afinca en la convicción de que
nuestro entendimiento puede conocer la naturaleza (esencia) humana y su telos
específico. Esta capacidad es explicada mediante la teoría de los conceptos
funcionales. Un concepto funcional es aquel en cuya definición se contiene el
propósito o función que, según se espera, debe cumplir todo aquello sobre quien
recae válidamente dicha noción. Por ejemplo, nuestra idea de reloj contiene la
convicción de que este artefacto debe indicar acertadamente la hora (debido a
que esta es su función específica). En este sentido, el autor sostiene que,
para Aristóteles, hombre era un concepto funcional. Esto significa que en la
noción misma de hombre, idea capaz de ser comprendida por todo hablante
competente de un lenguaje, se encuentra efectivamente contenido todo aquello
que el hombre debe ser. En efecto, las argumentaciones morales de la tradición
clásica, en sus versiones griegas o medievales, comprenden un concepto
funcional central, el concepto de hombre entendido como poseedor de una
naturaleza específica y de un propósito vital o función esencial propia (Cfr.
MacIntyre 2004:82-83). Así, las argumentaciones de Aristóteles en la Ética
presumen que la denominada falacia naturalista, no es una falacia en absoluto (Cfr.
MacIntyre 2004:187).
Como
es sabido, la expresión falacia naturalista ha sido adoptada por todos aquellos
que afirman que no se puede derivar, lógicamente, un deber ser de aquello que
es. Sin embargo, la teoría de los conceptos funcionales constituye una cierta respuesta,
anclada en la tradición clásica, a este posicionamiento teórico. Es evidente
que no puede exigirse, racionalmente, un modo de conducta determinado, es
decir, un deber ser, si solo se dispone de un acceso gnoseológico al es propio
de la experiencia sensible; o incluso, a un es meramente vinculado al uso
ordinario de las expresiones lingüísticas relacionadas con lo moral. Pero no se
comete falacia alguna si se afirma que la inteligencia humana posee la
capacidad de ver más allá de los fenómenos y penetrar así en el núcleo íntimo
de las cosas.
De
este modo, el acceso a la naturaleza humana no es puramente empírico, sino que llega
a la esencia misma del hombre. La esencia del hombre nos muestra qué debe hacer
el hombre para comportarse plenamente como hombre, sin caer en la falacia
naturalista, porque la naturaleza que accedemos es ya normativa. O bien, como
señala A. Cortina, implica el fin hacia el que esencialmente tienden los seres
humanos (Cortina 1995:48). Y esto es, precisamente, aquello que MacIntyre procura
afirmar cuando sostiene que hombre es, para toda persona corriente, un concepto
funcional. En otros términos: si soy capaz de entender, todo lo confusamente
que se quiera, aquello que se implica en la noción de hombre, al mismo tiempo
podré comprender, al menos en parte, aquello que un hombre debe ser.
Los
términos de la disidencia hermenéutica pueden ahora reconocerse más claramente.
La posición macintyreana se edifica a partir del siguiente principio:
Aristóteles entendió la noción de hombre como concepto funcional; la ética aristotélica
se fundamenta en la posibilidad de un conocimiento de la naturaleza y el telos
humano. Gadamer, en cambio, interpreta la moral aristotélica como si esta
pudiese edificarse al margen de cuestiones metafísicas, solo arraigándose en
fundamentos de carácter idiosincrático: las costumbres de la polis configuran
el ámbito propicio para el desarrollo y ejercicio de la moral de virtudes. Al
respecto, cabe recordar que MacIntyre es plenamente consciente de que toda
concepción moral se expresa en los términos proporcionados por una cultura,
pero también afirma que, en la medida en que dicha teoría capta lo propio de la
naturaleza humana, podrá trascender la particularidad cultural y dar cuentas de
un saber sobre el bien del hombre en cuanto tal. También sostiene que la
concepción aristotélica de las virtudes y las tesis de Tomás de Aquino sobre la
ley natural han logrado, en tanto expresiones de la verdadera naturaleza
humana, superar los condicionamientos de su época.
Si
la moral aristotélica de la virtud, y el fin de una vida orientada a la teoría,
fuese solo un producto cultural de la polis, dicha concepción no detentaría más
que un interés meramente histórico, pues para procurar asumir una forma de vida
semejante, primero tendrían que reproducirse –cosa que parece imposible- los presupuestos
políticos y sociales de la Grecia clásica. Aun así, resulta sumamente difícil
ensayar una praxis de estas características sin la contención de una sólida comunidad
fundada en una concepción compartida del bien humano, ya que –como afirma
MacIntyre- somos animales esencialmente dependientes (Cfr. MacIntyre 2001).
Bibliografía:
·
Cortina, A (1995). Ética
sin moral. (3° edición). Madrid: Tecnos.
·
Gadamer, H. G. (2003). “Ethos y Ética (MacIntyre y
otros)”, en Los caminos de Heidegger. Barcelona:
Herder.
·
MacIntyre (2001). Animales
Racionales y Dependientes: Por qué los seres humanos necesitamos virtudes. Barcelona:
Paidós.
·
MacIntyre, A. (2004). Tras la virtud. Barcelona: Crítica (2° edición en Biblioteca de
Bolsillo).
·
MacIntyre, A (2017). Ética en los conflictos de la Modernidad. Sobre el deseo, el
razonamiento práctico y la narrativa. Madrid: Rialp.
·
MacIntyre, A (1995). “¿Cómo aprender de la Veritatis Splendor? El punto de vista
de un filósofo, en Martínez Camino, J. A. Libertad de Verdad. Sobre la
«Veritatis Splendor». Madrid: San
Pablo, pp. 49-78.
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