Comparto un excelente fragmento de MacIntyre. Su tesis es la siguiente: el reconocimiento y cumplimiento de los preceptos de la ley natural, tal como fueron comprendidos por el Aquinate, cosntituye una suerte de precondición de todo debate moral que pretenda ser fructífero: ¿qué piensas al respecto?
Tomás de Aquino tenía una clara conciencia de que […] con
seguridad habrá desacuerdos con respecto a cuáles son los preceptos de la ley
natural y a cómo se tienen que aplicar. Reconocía que había culturas, como la
de los antiguos germanos, cuyo código moral discrepaba en algunos aspectos de
la ley natural. Pero no conocía, ni podía haber conocido, la amplia gama de
clamorosos desacuerdos morales de los que nuestro conocimiento moderno de otras
culturas y de sus diversas historias nos ha hecho conscientes. Si Tomás hubiese
tenido que enfrentarse al hecho del desacuerdo moral, ¿qué recursos habría
usado para hacer frente a la dificultad que esos desacuerdos morales parecen
plantear a su concepción de la ley natural? La dificultad es la siguiente:
aunque Tomás de Aquino afirma que todos los seres humanos, como agentes
racionales que son, conocen cuáles son los preceptos inmutables de la ley
natural y que el conocimiento de esos preceptos no se puede borrar del corazón
humano, el hecho es que numerosos seres humanos rechazan esos preceptos. ¿Cómo
se explicaría esto, desde el punto de vista de Tomás?
Consideremos en primer lugar lo que implica para un
agente racional la búsqueda de su propio bien. A la hora de elucidar cómo
actuar aquí y ahora es de importancia crucial que deliberemos en compañía de
otras personas, algo que Aristóteles había señalado y en lo que insiste Tomás
de Aquino. Pues sólo así escaparemos a la unilateralidad de nuestro propio
punto de vista individual, sólo así se pondrá en juego la gama completa de
consideraciones relevantes para la decisión. Pero la deliberación racional en
compañía de otros sólo es posible si tanto nosotros como esos otros nos
comprometemos a llegar a un acuerdo sólo por la fuerza de la argumentación
racional, a considerar, en la medida de lo posible, como buenas razones para
actuar de una manera y no de otra sólo lo que sean, de hecho, buenas razones.
Así que debemos descartar desde el principio cualquier intento de llegar a un
acuerdo usando una fuerza coactiva o amenazando con usarla o mediante el uso de
algún otro modo de persuasión no racional. La opinión común que aspiramos a
alcanzar no debe ser resultado de violencia o de seducción alguna, sino de un
debate racional. No obstante, este resultado sólo es posible si los
participantes en la deliberación se comprometen a seguir ciertas normas,
incondicionalmente y sin excepción, y los demás pueden constatar dicho compromiso.
¿Qué normas serían ésas?
Deberían ser normas que prohibieran disponer de vidas
inocentes, así como usar la violencia contra la propiedad y la libertad de los
demás, y que urgieran a la veracidad y la franqueza en la deliberación.
Deberían incluir normas que prohibieran comprometerse con los demás a sabiendas
de que uno no espera cumplir el compromiso adquirido y que obligasen a mantener
cualquier tipo de promesa que uno hubiera hecho. Puesto que habrían de ser
normas sin las cuales fuera imposible una deliberación racional genuina,
deberían ser normas que informaran las relaciones sociales con cualquiera con
el que, en algún momento, uno tuviera que entablar una deliberación compartida,
es decir, con todo el mundo. Pero este conjunto de preceptos resulta ser
idéntico al conjunto de los preceptos que Tomás de Aquino identifica como
preceptos de la ley natural, de modo que, como agentes racionales, nos vemos
obligados, exactamente como concluía Tomás, a estar conformes con los preceptos
de la ley natural […]
El desacuerdo moral, por el contrario, especialmente
el desacuerdo radical, siempre hunde sus raíces en algún incumplimiento de las
condiciones necesarias para la deliberación racional y, por tanto, para el
acuerdo racional y la actuación racional. Esto indica que su origen se
encuentra siempre en alguna complacencia con las perturbadoras solicitaciones
de un indebido y excesivo amor al dinero o al poder o al placer o a la fama y
todo este tipo de cosas, complacencia que ha socavado nuestro razonamiento
práctico, de modo que somos incapaces de entender lo que nos exigen los
preceptos de la ley natural. Esos mismos motivos empujan a las recurrentes
violaciones de la ley natural, incluso por parte de quienes entienden muy bien
lo que exigen de ellos los preceptos de dicha ley. Todos nosotros, en diversas
ocasiones, nos vemos movidos por deseos perversos de ese tipo que, de modo
flagrante o encubierto, dejamos que oscurezcan y confundan nuestro
entendimiento y que dirijan nuestra voluntad hacia algún objeto de esos deseos
que nos mueven, en lugar de hacia el bien a cuyo logro debería dirigirse si
ejercitáramos adecuadamente nuestra racionalidad. Precisamente por esto, además
de las virtudes cardinales de la prudencia, la templanza, la fortaleza y la
justicia, necesitamos también las virtudes teologales de la fe, la esperanza y
la caridad (MacIntyre 2012: 149-152).
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