Aclaración: Las páginas que siguen fueron escritas a partir de los sostenido por MacIntyre en el Capítulo 9 del libro Dios, filosofía, universidades. Historia selectiva de la tradición filosófica católica.
Para
Tomás de Aquino, la filosofía parte del conocimiento de las realidades finitas y,
a partir de una investigación sobre las causas, nos conduce al conocimiento de
Dios. La teología, en cambio, parte de lo que sabemos sobre Dios por revelación
y considera los seres creados sólo en tanto tienen a Dios como primer principio
y último fin. De este modo, aunque hay asuntos de los que se ocupa exclusivamente
la teología y, complementariamente, hay temáticas que son asunto propio de la
especulación filosófica, ambas disciplinas tienen una materia común. En
relación con esto, Tomás afirma que la teología y la filosofía deben ser
coherentes, es decir, que no puede existir una manifiesta contradicción entre
las verdades enseñadas por ambas ciencias. Además, la filosofía constituye una
forma independiente de investigación, un saber que complementa a la Teología y
no un mero prólogo suyo, tal como solía entenderse en los ámbitos de
inspiración agustiniana.
En el ámbito
específico de la filosofía, Tomás se propone la tarea de corregir a quienes
suponen que ser un aristotélico implica necesariamente negar las siguientes
tesis: a) que el mundo haya tenido un comienzo; b) que la felicidad completa
solo puede conseguirse en el mundo futuro; c) y que el alma sobrevive a la
muerte del cuerpo. En definitiva, Tomás postula un conjunto de posiciones que
lo separan de la interpretación averroísta de Aristóteles.
En cuanto a la
eternidad del mundo (a), Tomás sostuvo que se trata de una cuestión que no
puede ser dilucidada por la razón y que, por lo tanto, cuando los cristianos,
apoyados en la revelación, afirman la creación ex nihilo, no contradicen ninguna tesis filosófica. Respecto a la
felicidad humana (b), Tomás creía que existe una genuina felicidad que se puede
alcanzar en este mundo, un tipo de felicidad a la que debemos aspirar, pero
que, a pesar de todo, se trata siempre una felicidad imperfecta, que deja abierto
el deseo de una felicidad perfecta. Ningún objeto finito puede llegar a colmar
el anhelo de felicidad inscripto en el corazón humano. Este es el límite de la
razón en este punto. Solamente la revelación, aprehendida por la fe y asociada
a una vida de esperanza y caridad, puede enseñarnos que la visión de Dios y la
posibilidad de entablar una relación de amor con Él expresa nuestro verdadero
fin último, es decir, aquello en lo que se encuentra nuestra felicidad perfecta.
Por el momento,
pospondré el análisis de la relación cuerpo-alma (c), que constituirá el núcleo
central de esta comunicación, con el propósito de ubicar dicha reflexión en una
perspectiva más amplia, tal como MacIntyre lo propone en su libro Dios, filosofía, universidades (Nuevo
Inicio 2012). En esta obra, se destaca que, desde la perspectiva del Aquinate,
un saber filosófico erróneo sobre las sustancias corpóreas, conduce
inevitablemente a un conocimiento defectuoso sobre Dios, pues los seres humanos
entendemos a Dios a partir del estudio del orden natural y, especialmente, del lugar
que ocupa el hombre dentro de ese orden. De este modo, si no comprendemos
adecuadamente el orden natural tampoco entenderemos a Dios ni cómo debe ser nuestra
relación con él.
MacIntyre
considera aquí el contraste entre el punto de vista del teísta, representado
por Tomás de Aquino, y la posición asumida por el ateo. Su convicción es que
ambos difieren no solo en relación a la existencia de Dios, sino respecto a la
totalidad de lo real. Por otro lado, debido a que vivimos en una cultura en la
que la negación de la existencia de Dios se ha convertido en un lugar común,
cosa que no ocurría en tiempos de Tomás, nos encontramos en una mejor situación
para comprender lo fundamental de este desacuerdo.
Según
MacIntyre, la respuesta que dice que la discrepancia entre ambos se reduce a “si
Dios existe o no”, pierde de vista lo más importante, pues el desacuerdo entre
ateos y teístas es uno de esos desacuerdos fundamentales que afectan incluso al
modo en que se ha de caracterizar el desacuerdo. Su visión es que la opinión
típica de los ateos sostiene que “los teístas creen en una cosa más de la
cuenta”. Los ateos acordarían con los teístas en su manera de comprender el
mundo y los seres que en él habitan, pero no se pondrían de acuerdo únicamente en
una cosa, es decir, sobre la existencia de Dios. Así, los ateos consideran que esta
creencia de los teístas carece de justificación racional (Cfr. MacIntyre
2012:128).
Sin embargo,
no este es el modo habitual en que los teístas, y especialmente un teísta como
Tomás de Aquino, entenderían su desacuerdo con los ateos. Para el teísta, se
trata de un desacuerdo “acerca de todo”, especialmente sobre lo que significa
considerar que algo sea inteligible. Ver algo como inteligible, no es todavía
comprenderlo; es reconocer que está abierto a ser entendido y que si uno
pregunta qué es y cuál es la razón última de su ser puede encontrar una respuesta
verdadera. En este contexto, una respuesta verdadera sería una que identificara
una causa agente primera; una causa que hace
que las cosas sean y que sean como
son. Dicho Agente tendría que ser de tal clase que Él mismo, su ser y su naturaleza,
no exigieran explicaciones ulteriores; un ser que no se pudiera siquiera
plantear que su existencia hubiese sido algo conferido. Y es así como los
teístas conciben a Dios. Pero es evidente que ninguna de las respuestas
proporcionadas por las ciencias naturales puede identificar un agente de ese
tipo; las ciencias, tal como hoy se las concibe, nunca pueden ir más allá de
los fenómenos ni alcanzar una explicación última en la que lo dado a la
experiencia se haga plenamente inteligible. En definitiva, el desacuerdo entre
ateos y teístas en lo tocante a Dios, es inseparable de sus discrepancias en
torno a lo que implica una adecuada inteligibilidad del mundo y del lugar del
hombre dentro de él. Los teístas no solo confían en la aptitud de la razón para
demostrar la existencia de Dios y consideran además que el mundo se torna plenamente
inteligible sólo cuando se lo entiende en su relación con Dios, sino que también
conciben a los seres humanos como ocupantes de una posición única dentro de ese
orden (Cfr. MacIntyre 2012: 129-130).
El rodeo
precedente me permitió encuadrar la reflexión macintyreana sobre las tesis
filosóficas de Tomás de Aquino, en el contexto más amplio de la descripción del
desacuerdo radical entre ateos y teístas. A continuación, me abocaré al tópico
más específico de esta comunicación. Asumiendo la concepción tomista, MacIntyre
se propone explicar cómo los teístas entienden a los seres humanos,
especialmente lo referido a la relación del cuerpo con el alma (c).
Los seres
humanos son, por una parte, cuerpos que habitan en un entorno localizado en el
espacio y el tiempo. Pero, por otra parte, su entendimiento puede abarcar, más
allá de su entorno, lo remoto en el espacio y el tiempo, y penetrar en las
esencias universales presentes en lo concreto y particular. Pero los seres
humanos no son cuerpos animales con el añadido de una mente. El ser humano es
una unidad, no una dualidad. Sentado esto, MacIntyre destaca que la posición
teísta asumida por Tomás contrasta marcadamente con dos concepciones rivales,
la platónica y la materialista. El Aquinate tuvo conocimiento de ambas
posiciones y abordó los problemas planteados por cada una de ellas (Cfr. MacIntyre
2012: 130).
En este
sentido, aun cuando existen diferentes “versiones” del platonismo, este
expresa, en general, una concepción del ser humano según la cual el alma es una
cosa y el cuerpo otra. No son dos principios que configuran una única realidad,
sino dos cosas unidas de manera accidental. Desde cualquiera de los puntos de
vista platónico yo tengo,
al menos durante la vida presente, un cuerpo, pero soy mi alma, y mi
identidad no se ve afectada por la muerte al momento de la disolución de mi
cuerpo. De hecho, para Platón y Plotino, aunque no para los platónicos
cristianos, yo existía como alma antes de adquirir un cuerpo; además, el cuerpo
es una prisión para el alma y la muerte ha de ser comprendida como la posibilidad
de una liberación del cuerpo (Cfr. MacIntyre 2012: 130-131).
En agudo
contraste con la concepción platónica, la visión materialista, representada en
el mundo antiguo por pensadores como Leucipo, Demócrito, Epicuro y Lucrecio, sostiene
que nada existe aparte de los cuerpos. Los seres humanos sólo son sus cuerpos. Yo
no preexistí a mi cuerpo y dejaré de existir luego de la muerte y disolución de
mi cuerpo. Mis pensamientos y deseos pueden ser reducidos a estados y procesos
corporales, y se pueden explicar en términos de dichos estados. MacIntyre
recuerda aquí que las versiones más sofisticadas de la tesis materialista
fueron propuestas recién en el siglo XX (Cfr. MacIntyre
2012: 131).
La influencia
del platonismo en el siglo XIII se debió especialmente
a Agustín, aunque Tomás procuró no identificar demasiado ambas posiciones y, por
este motivo, discutió “directamente” con la tesis más extrema presentada por el
dualismo platónico. Asimismo, sostiene MacIntyre, la importancia concedida por
Tomás al materialismo no estaba motivada por la influencia de sus antiguos
defensores, sino por los problemas que planteaba en la Universidad de París la
interpretación de Aristóteles propuesta por aquellos que fueron conocidos con
el nombre de averroístas latinos (Cfr. MacIntyre 2012: 131-132).
Desde una
perspectiva estrictamente aristotélica, la posición materialista erraba en su convicción
de que se puede comprender una cosa, es decir, qué es y cuál es su naturaleza,
a partir de identificar los diversos elementos que conforman su cuerpo. Los
cuerpos vivos son unidades, y no una simple colección de elementos materiales.
Y esta unidad que posee cada cuerpo viviente particular está determinada por su
forma. Si un cuerpo viviente pierde la unidad que le confiere su forma, solo
entonces se constituirá en una mera colección de elementos materiales. Como es
sabido, el nombre que otorgaron los griegos a aquello que estaba exclusivamente
presente en los cuerpos vivos, y que no se encontraba en los seres inanimados,
era psyche, traducido más tarde al latín por anima. Por lo tanto,
Aristóteles considera que la forma de
un cuerpo viviente es su psyche, su alma. En conclusión, el alma no es
algo que se añada a un cuerpo ya constituido; el alma instituye al cuerpo en
cuerpo vivo y le confiere la posibilidad de ser tal o cual tipo de cuerpo,
dotándolo de unidad y de un conjunto de facultades específicas (Cfr. MacIntyre
2012: 132).
Todo esto se
expresa de manera especialmente compleja en los seres humanos. El alma racional
es la forma del cuerpo humano. Y si el alma se “retira”, cosa que acontece en
el momento de la muerte, lo que queda no es ya un cuerpo humano. La materia que
era la materia de este cuerpo, deja de estar unificada por la forma y el cuerpo
humano se convierte en un cadáver, es decir, en un conjunto de elementos
materiales dispersos cada uno con su propia forma, la cual, claro está, al no
ser viviente, no recibe el nombre de alma. A partir de esto, puede parecer que
la forma que constituye un alma humana no tiene otra función, ni realidad, que
no sea la de informar una materia, pues qué podría ser una alma sin un cuerpo.
El propio Aristóteles no eludió esta pregunta y, por supuesto, ningún
aristotélico convencido, y entre ellos particularmente Tomás de Aquino, podía
eludirla (Cfr. MacIntyre 2012: 132-133).
De este modo,
sostiene MacIntyre, Tomás se enfrentó al mismo problema que debieron afrontar
Averroes y otros filósofos musulmanes, o sea, la dificultad de conciliar la creencia
en la vida del hombre luego de la muerte con sus compromisos filosóficos
aristotélicos. Y una manera concreta de adentrarse en el corazón mismo de esta
aporía se presentaba al momento de interpretar la siguiente afirmación propuesta
en el De Anima: mientras la
percepción depende de los órganos sensoriales del cuerpo, el intelecto no sufre
esta dependencia (Cfr. De Anima 429
4-5). Esta tesis fue interpretada de forma diferente por los distintos
comentaristas. Al parecer, la conclusión filosófica a la que arribó Averroes
habría sido que, aun cuando el pensamiento es de algún modo independiente del
cuerpo e imperecedero, el ser humano individual no sobrevive a la muerte. Sin
embargo, Tomás de Aquino comprendió la afirmación de Aristóteles de un modo muy
diferente (Cfr. MacIntyre 2012: 133).
Al respecto,
en las Cuestiones disputadas sobre el
alma, el Aquinate se
pregunta si el alma humana puede ser una forma (es decir, uno de los elementos
constitutivos de la esencia de una cosa) y, al mismo tiempo, una cosa. Según parece,
contesta Tomás, nada puede ser al mismo tiempo una forma y una cosa, pues si el
alma fuese una cosa, una sustancia, se relacionaría con su cuerpo de un modo
meramente accidental, o sea, no podría relacionarse con el cuerpo del modo en
que una forma lo hace con la materia corporal. Pero, luego de considerar esta y
otras dificultades, la conclusión de Tomás expresa lo siguiente: por la
operación del alma humana puede conocerse el modo de ser de la misma. En este
sentido, en cuanto por el entendimiento es capaz de una operación que
trasciende las cosas materiales, pues puede conocer las formas inmateriales
inmersas en la materia, así también su ser se haya elevado por sobre el cuerpo,
no dependiendo de él. Pero en la medida en que para adquirir el conocimiento de
lo inmaterial debe partir de las cosas materiales, es evidente que no puede
completarse su especie sin la unión con el cuerpo. Porque una cosa no es
completa en su especie, si no tiene todo lo que se requiere para la operación
propia de su especie. Por consiguiente, el alma humana se une al cuerpo como
forma y, sin embargo, tiene un ser elevado por encima del cuerpo, que no
depende de él. Por este motivo, puede sostenerse que ella está situada en las
fronteras de las cosas corporales y de las sustancias separadas (Cfr. Cuestiones disputadas sobre el alma, art.
1).
Adquirimos los conceptos que proporcionan contenido a nuestro
pensamiento solo a partir de lo que percibimos y como consecuencia de lo que
percibimos. Y puesto que la percepción no puede darse sin la intervención de
los órganos corporales, podría pensarse que toda la actividad de la mente
humana depende del cuerpo. Con todo, afirma Tomás, una vez que se nos ha
provisto, a través de la percepción sensible con algo sobre lo que pensar, la
actividad de pensar se realiza de manera independiente del cuerpo, sin
necesitar de parte alguna del cuerpo como instrumento: para pensar, nada juega
el papel que juegan los ojos en la visión (Cfr. MacIntyre 2012: 134).
En este punto el propio MacIntyre toma la palabra y propone una
objeción a la tesis de Tomás. Sus propias palabras lo expresan de manera
elocuente:
Muchos lectores
contemporáneos exclamarán indignados a este respecto: “¡Pues claro que pienso
con algo! ¡Pienso con mi cerebro!” ¿Qué hay que decirles a tales lectores? Que
están haciendo una inferencia partiendo de la premisa “siempre que en nuestra
vida presente se da el pensamiento, ocurren cambios observables en alguna
región del cerebro” y deduciendo de ella la conclusión “lo mismo que vemos con
nuestros ojos, pensamos con nuestros cerebros” (MacIntyre 2012:135)
Su convicción en la siguiente: la premisa de la que se parte es
ciertamente verdadera, pero dicha evidencia no proporciona razones suficientes
para establecer la conclusión, es decir, del hecho de que “acontezca algo en el
cerebro” siempre que pensamos no se deduce necesariamente que “se piense con el
cerebro”. Si quiere justificar la conclusión hace falta más que evidencias
sobre la verdad de la premisa (Cfr. MacIntyre 2012:135).
Seguidamente, MacIntyre se propone otra dificultad: si el pensamiento puede
ejercitarse de manera independiente del cuerpo, entonces qué cosa hace que este
pensamiento particular que ahora estoy teniendo sea mío y no de alguna otra
mente. Tomás sale al cruce de este problema mediante una respuesta ingeniosa:
Es, dice Tomás de Aquino,
la relación en que se halla este pensamiento no sólo con otros pensamientos
míos, sino también y primordialmente con mi cuerpo, ese cuerpo cuyas
interacciones con el mundo han proporcionado las percepciones a partir de las
cuales comienza mi pensamiento (MacIntyre 2012: 136).
Por este motivo, mi identidad es, al menos en parte, la identidad que
me proporciona este cuerpo; mi identidad como ser pensante tiene su origen en
mi cuerpo, de aquí que mi mente no puede entenderse a sí misma sino como mente
de este cuerpo particular. Por lo tanto, cuando el alma se separa del cuerpo a
causa de la muerte, conserva en gran medida su identidad debido a su precedente
relación con el cuerpo, de modo que la relación entre el alma y el cuerpo no es
ni contingente ni accidental. Sin el cuerpo, el alma está incompleta; nuestro yo
necesita de su cuerpo; de aquí la razonabilidad de la resurrección del cuerpo
afirmada por el Aquinate (MacIntyre 2012:136). A propósito de esto, MacIntyre
recuerda una cita del comentario de Tomás a la Carta a los Corintios:
“Si negamos la resurrección
del cuerpo, no es fácil —de hecho se hace muy difícil— defender la inmortalidad
del alma. La unión del cuerpo y el alma es ciertamente una unión natural. Así,
si el alma es privada del cuerpo, existirá de forma imperfecta...” y “aun
cuando el alma alcance el bienestar en otra vida, eso no significa que la
alcance yo...” porque “el alma no es la totalidad del ser humano, es sólo una
parte: mi alma no soy yo” (MacIntyre 2012:136).
¿Qué es, entonces, para Tomás, ese ser constituido por la unión
sustancial de alma y materia?, ¿Qué es ser un cuerpo cambiante entre otros
cuerpos cambiantes en el espacio y el tiempo y, al mismo tiempo, alguien capaz de
conocer no solo las formas inscriptas en la materia sino también a Dios que es
inmutable y eterno? Para MacIntyre, la particular perspectiva teísta asumida
por el Aquinate invita a entender al hombre como alguien que se mueve, desde un
punto de partida material, hacia el fin último, teórico y práctico, de conocer
y amar a Dios. La visión de Dios lleva a su plenitud las investigaciones
racionales surgidas de nuestro deseo natural de conocer. Así, en algún sentido,
este punto de vista teísta puede equipararse al de los filósofos, pues, dice
Tomás, según los filósofos la perfección última del alma consiste en tener
inscripto en sí misma el orden y las causas del universo. Y este fin puede
identificarse con la visión de Dios, pues ¿qué hay que no vean los que ven a
quien ve todas las cosas? Asimismo, el amor de Dios es inseparable de dicha
visión, ya que es imposible no amar al bien perfecto una vez que se lo ha
contemplado (Cfr. MacIntyre 2012:137).
Nos encontramos en un mundo material procurando entender los
particulares que aparecen frente a nosotros. El camino del entendimiento
teórico implica el conocimiento de las causas, ya identificadas por
Aristóteles, que se aúnan en la constitución de los seres. Podemos identificar
qué tipo de cosa es un particular dado (la causa formal de Aristóteles), cuál
es su propósito o función (la causa final), de qué está hecho (la causa
material) y qué tipo de agente ha contribuido al surgimiento de su ser (la
causa eficiente). Pero, como se indicó antes, una explicación en estos
términos, una explicación fundada en seres dependientes y que no de cuentas de
una causa eficiente absolutamente primera, es –para los teístas- radicalmente incompleta
(Cfr. MacIntyre 2012: 137-138).
Como puede observarse, abandono aquí nuevamente el tópico específico de
lo humano (c) para retomar la discusión más amplia sobre el lugar de la
filosofía en el pensamiento de Tomás de Aquino y sobre la propuesta de
establecer una adecuada distinción entre el posicionamiento de ateos y teístas.
Supóngase que nuestro universo está formado solamente por una cadena
infinita de seres dependientes. Esta cadena infinita requeriría, a su vez, una
explicación, pues ella misma como tal tiene también las características de los
seres dependientes. Por lo tanto, para que dicha cadena exista, tiene que haber
algo más, algo de lo que esta cadena dependió y depende para existir. Si
nuestro universo solo estuviese formado por seres dependientes, no existiría;
no obstante, existe. Por consiguiente, debe existir algo que no sea un ser
dependiente; un ser que exista necesariamente, es decir, que no podría no haber
existido y que no dependa de nada para ser. En síntesis, dado que hay seres
contingentes, debe existir un ser necesario, sino, nada existiría. Y a este ser
todo –dice Tomás- el mundo lo llama Dios (Cfr. MacIntyre 2012: 139-140).
Frente a ello, MacIntyre se pregunta por la solidez del argumento y
sobre cuál ha sido la respuesta que, frente a su planteo, han dado los ateos.
Las diversas discrepancias de los filósofos ateos (sean kantianos,
neokantianos, empiristas, materialistas o positivistas) con este argumento
pueden resumirse en su rechazo compartido a la posibilidad de encontrar
aplicación para los conceptos de causa y efecto más allá del mundo de la
naturaleza tal y como se presenta a los sentidos. El universo natural, el
conjunto de los seres finitos, no es, algo a lo que podamos atribuir significativamente
una causa. Tomás de Aquino, al afirmar a Dios como causa eficiente de la
totalidad de los seres finitos extiende la aplicación de las nociones de causa
y efecto de un modo no justificable (Cfr. MacIntyre 2012:140).
Ahora sí puede comprenderse mejor el desacuerdo entre ateos y teístas.
Como se anticipó, su desacuerdo no es solo sobre si Dios existe o no, sino
también sobre lo que significa la inteligibilidad de lo real en su conjunto.
Hay una discrepancia radical respecto a lo que ambos entienden al sostener que
algo como tal es inteligible. Según MacIntyre, otra cuestión para destacar
refiere al papel de Tomás en la historia del pensamiento. El Aquinate concibió
a Dios como «El que es», como «el ser por sí mismo subsistente» y, al
entenderlo de este modo, trascendió los modos de pensamiento aristotélico. En
consecuencia, ser tomista es siempre ser aristotélico, pero significa también ir
más allá de Aristóteles (Cfr. MacIntyre 2012: 143).